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Mallorca, funerales reales

El período de luto al morir el primer Borbón, Felipe V, se prolongó casi seis meses al estar en desacuerdo los integrantes del Ayuntamiento de Palma y los canónigos de la Catedral sobre qué lugar debían ocupar en las solemnes exequias, un enfrentamiento habitual

Mallorca, funerales reales

Al llegar la dinastía de los Borbones a España, en la alborada del siglo XVIII, tras morir el último de los Austrias, Carlos II, víctima de la acusada endogamia de los suyos, hasta el punto de que poco antes de exhalar el postrer suspiro dijo «me duele todo», Mallorca, al conocerse tan luctuosa nueva, se paralizaba. Las instituciones expresaban su sentido duelo, organizando un fastuoso funeral por el monarca difunto. Se llegó al culmen con los decesos de los primeros Borbones, Felipe V y su hijo, Luis I, que apenas reinó unos meses, cuando se decretaron seis meses de luto. La explicación a tan inacabable periodo de duelo hay que buscarla, según el historiador Eduardo Pascual, que ha centrado sus indagaciones en el siglo XVIII en Mallorca, en el conflicto institucional que enfrentó al Ayuntamiento de Palma con el Cabildo Catedralicio. Poder secular y eclesiástico a la greña. Una constante en España. La tensión se hizo insoportable: canónigos y munícipes pelearon a cara de perro por establecer quién debía ocupar los asientos preferentes en el solemne funeral. Al no existir entendimiento, el duelo oficial se prolongaba semanas y más semanas hasta que se obtenía frágil entente, que, invariablemente, se iba al garete en el siguiente funeral, porque además de reyes, también desaparecían de este mundo reinas. Isabel de Farnesio, la intrigante mujer del atribulado Felipe V, madre de Carlos III, alargó el luto mallorquín cuatro meses y medio. Canónigos y concejales no cedieron nunca en sus pretensiones, hasta el extremo de buscar otro recinto sagrado, al margen de la Seo, para honrar a quien abrió la saga de los Borbones.

Palma y los llamados síndicos foráneos, en calidad de máximos responsables en la disposición de las celebraciones, organizaban las exequias delegando en una diputación de regidores, «Diputación para hacer las honras», responsables de la coordinación general; nombraban al predicador del sermón (los canónigos se las tenían entre ellos) y sacaban a pública subasta la compra o alquiler de utensilios para el recargado ceremonial: telas, cera, túmulo, fundamental aunque el finado no participara de cuerpo presente. Se disponía de los llamados comisarios, que, normalmente en grupos de dos, eran delegados para dar el sentido pésame al Comandante General y asistir a reuniones y audiencias los nueve días previos a las honras fúnebres reuniéndose además con el Cabildo catedralicio, que no perdía puntada de estar presente en todo y para todo. Por último, el maestro de ceremonias municipal organizaba el estricto protocolo: entrega de velas en la Catedral a los asistentes, notificar las invitaciones a los altos cargos, al tiempo que fiscalizaba, se supone que escrupulosamente, las cuentas de los onerosos gastos de las exequias. Es ocioso decir que el jolgorio funerario era casi exclusivamente para uso y disfrute de la élite mallorquina y algunos burgueses acaudalados. El pueblo asistía como convidado de piedra.

Túmulo para las exequias de Carlos III.

Túmulo para las exequias de Carlos III.

Dos días de ceremonias

La ceremonia litúrgica se constreñía en dos días consecutivos, centrados en el oficio de vísperas y la misa de honras. Los días previos a las exequias, una vistosa comitiva recorría las principales calles y plazas de Ciutat anunciando el melancólico pregón por el rey nuestro señor difunto, que incluía, cómo no, expresiones de dolor, que invitaban a asistir a los oficios de vísperas con el ofrecimiento del obispo de 40 días de indulgencia (casi mes y medio menos de purgatorio para el alma) a los asistentes. La comitiva estaba formada por los tambores municipales (como hoy en las procesiones de Semana Santa) vestidos rigurosamente de luto, pregoneros con capa de luto y banderola en las trompetas con las armas de Ciutat y el sepulturero mayor de la Catedral cubierto de un gran capuz negro. Llegadas las noches las campanas de la Seo y de las iglesias de Palma repicaban a muerto para que los fieles dedicaran sus doloridas oraciones por el eterno descenso del monarca, aunque ya hubiera resonado lo de «el rey ha muerto, viva el rey». Espectáculo que procuraba solaz y esparcimiento a la gente. El oficio de vísperas tenía lugar por la tarde con la presencia del corregidor, regidores, diputados del común y síndico forense solemnizado por el obispo de la diócesis. Ese día se daba fuego a solo cuatro hachas y 16 cirios del túmulo catedralicio; con el responso de su ilustrísima se daba por acabada la función litúrgica, que calentaba el ambiente para lo que iba a acontecer al día siguiente.

Túmulo para las exequias de Fernando VI.

Túmulo para las exequias de Fernando VI.

La misa solemne pontifical se iniciaba a primerísima hora cuando la comitiva, congregada hacia las ocho y media de la mañana en la plaza del Ayuntamiento procesionaba hasta la Catedral, unos escasos 500 metros. Era un nutrido desfile, puesto que lo componían 500 participantes. Encabezados por los tambores municipales con cajas enlutadas, correo de la ciudad, padres de huérfanos, mayordomos de los gremios, según su antigüedades, portando las varas de sus correspondientes oficios; los cuatro leonados o porteros municipales; dos secretarios, escribano de la Universidad, los dos síndicos municipales (perpetuo y anual), los abogados del Sindicat de Força y los consistoriales, ministros de vara del corregimiento, maceros con sus mazas cubiertas de vayeta, cuatro reyes de armas, corregidor, regidores, diputados personeros y los dos síndicos forenses. Las fuerzas vivas. En el Palacio de la Almudaina se les unían la máxima autoridad de Mallorca: el Comandante General, regente de la Real Audiencia y el aguacil mayor haciendo su entrada solemnísima por el portal mayor de la Catedral. En su interior, a la altura de la capilla de San Sebastián, patrón de Palma, cuatro clérigos ploradores (lloradores) con velas encendidas se incorporaban al abigarrado desfile para dar inicio a la festividad litúrgica.

El historiador Eduardo Pascual.

El historiador Eduardo Pascual.

Dos bancadas distinguían a las autoridades. Las inferiores estaban destinadas a las autoridades municipales y los mayordomos de los Gremios, cuyo rango era inferior; las tribunas superiores, «de 10 palmos del suelo», enlutadas de bayeta, para las principales autoridades. En el lado del Evangelio se colocaba el Comandante General y los ministros de la Real Audiencia y en la parte de la Epístola los inquisidores del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. El catafalco estaba custodiado por los cuatro reyes en cada uno de sus ángulos. La escenificación ornamental hay que entenderla, precisa el profesor Eduardo Pascual, como una tramoya teatral, que nos adentra en la historia de las mentalidades de la época, en la transmisión de valores políticos y sociales. Se concebía, añade, como experiencia visual, artística y oral, cuyos elementos fundamentales variaron muy poco a lo largo de las décadas. Los dos principales elementos fueron el túmulo funerario y el sermón encomiástico, casi siempre pronunciado por el obispo; también era enlutado el templo con las conocidas vayetas y los jeroglíficos. La escenografía resultaba impresionante, que era lo que cabalmente se pretendía.

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