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Opinión

Oblicuidad | Miguel Delibes y Francisco Umbral, en paños menores

Ni se te ocurra adentrarte en la correspondencia de un autor célebre, si pretendes seguir leyendo su obra con aprovechamiento. Y si las cartas en cuestión confrontan a dos escritores consagrados, la pérdida también será doble. Miguel Delibes y Francisco Umbral desfilan en paños menores por La amistad de dos gigantes, subtitulado mentirosamente Correspondencia (1960-2007). Las editoriales siguen pensando que los lectores son analfabetos, por lo que cabe indicar que los textos intercambiados en la última década de que presume la portada son exactamente diez líneas, y que las cuatrocientas primeras páginas cubren las décadas sesenta y setenta.

La segunda ley que se desprende del intercambio epistolar es que dos amigos no pueden dedicarse al mismo trabajo. Aspirar a objetivos comunes es más explosivo que compartir pareja. Delibes y Umbral se amaban, puede aceptarse incluso que se admiraran, pero también se vigilaban. Los celos son inmediatos y casi primitivos en el ultracompetitivo y más joven del dúo, pero su «hermano mayor» también sucumbe de modo más taimado al mantenimiento de las jerarquías. Sus elogios desmesurados intercalan siempre el alfileretazo de una insuficiencia con visos de frivolidad.

Umbral no solo era un genio, sino también un depredador de la literatura. Delibes adopta el estilo jesuítico de detestar todos los honores terrenales, a cambio de la seguridad de que le serán concedidos. Sonrojan las maniobras burdas y amorales que los gigantes vigilantes emprenden para garantizarle un asiento en la Academia al más joven de ellos, pero el cazador aborda las intrigas para resaltar que ya tiene adquirida la condición inmortal. En el mismo sentido, Delibes le insiste a Umbral en que debió ganar el Planeta, una forma de recordarle que cayó segundo y fue superado por Vallejo-Nágera, según el jurado unipersonal de José Manuel Lara.

Es emocionante contemplar a industriales de la pluma. Umbral podía crear indefinidamente, caracoleando con la combinatoria del diccionario. En cambio, Delibes paría con dolor, y de ahí que acusara de facilidad a su amigo del alma, pero siempre desde el embozo. En fin, no es alentador comprobar que la prosa umbraliana se sometía dócil al censor y que Franco no existía para ninguno de ellos. He devorado por tanto con placer las comunicaciones privadas entre dos gigantes, y no les niego ni una pizca de gigantismo, pero me declaro incapaz de leer otro libro con su firma.

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