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El reportaje | Piensa (ya) en verde

La pandemia ha mostrado la capacidad humana de restringir sus libertades por imperativo sanitario - El siguiente desafío es la emergencia climática y no queda otra que reinventar el concepto de bienestar y tomar conciencia de los límites biofísicos

Piensa (ya) en verde.

Aviso: este texto no va de sermones apocalípticos. Tampoco exige tener a mano la calculadora de carbono y el ansiolítico. Es una invitación a una aventura colectiva. «Ni el planeta se irá al garete, ni nos vamos a extinguir, ni toda la culpa la tienes tú», tranquiliza el ambientólogo Andreu Escrivà, autor de Y ahora yo qué hago (Capitán Swing) y de las diez pistas para no iniciados que aparecen en estas páginas. «Lo que sí puede desaparecer -matiza- es el bienestar, la cultura, ciudades e infraestructuras, paisajes y cultivos. Y de eso sí somos responsables».

Lo que está en disputa es el modelo humano que excreta 51.000 millones de toneladas de carbono al año. El de «lo quiero todo y lo quiero ahora» (no se lo tome a mal, Sr. Mercury). El de la acumulación y el mejoramiento continuo. El de los afectos de algoritmo y las agendas sin hueco. Oír eso, ahora, puede que no sea plato de gusto. Porque como augura el politólogo Ivan Krastev, investigador del Instituto de Ciencias Humanas de Viena y autor de ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo (Debate), «cuando se derrote al virus, una pandemia de nostalgia arrasará el mundo». Añoramos volar a casi cualquier parte, los restaurantes a reventar y quemar la tarjeta de crédito en el centro comercial. Pero desde Suecia se oye la poderosa voz de Kimberly Nicholas, profesora de Ciencias de la Sostenibilidad de la Universidad de Lund, la Meca del pensamiento climático: «¡Necesitamos un cambio cultural del valor de la vida ya!». Y se hace oír claro porque ella y otros expertos sienten que ahora sopla viento de cola.

Lecciones del covid-19

A la luz del descomunal -e inesperado- laboratorio social que ha ofrecido la pandemia -hemos sido capaces de restringir la movilidad y el consumo, y han bajado un 7% las emisiones de CO2 (prolongar el apagón indefinidamente reduciría el 25% )-, académicos y think tanks se estrujan el cerebro sobre cómo enfocar el abordaje de la emergencia climática cuando los osos polares desubicados y el olor a tierra quemada no movilizan.

¿Qué lecciones del covid-19 resultan útiles? La principal: los riesgos de seguir arrastrando los pies y no obrar un cambio de conciencia a gran escala.

Algunos marcadores. Marie Vandendriessche, investigadora de EsadeGeo y miembro del CIDOB, señala las similitudes entre las dos emergencias: 1/ ninguna de las dos tiene un crecimiento lineal -«y se ha demostrado que no somos muy buenos tratando con trayectorias de este tipo»-; 2/ es importante el papel de los científicos, que son los que «anticiparon las alertas»; 3/ requieren de una acción colectiva, que se complica por los intereses distintos de las partes -«en África y América Latina no han podido cerrar sus economías»-; y 4/ las soluciones son muy caras e implican cambios en la economía y la sociedad.

La diferencia -y ahí viene la peor noticia- es que mientras en el covid-19 «se puede emprender una acción individual y ver su impacto inmediato», en la crisis climática no, «y los humanos, por una cuestión evolutiva, damos más peso al presente que al futuro». Procrastinar nos viene de serie, vaya. Así que, mientras hacen sus deberes la ciencia, la política (ahí está el New Green Deal de Alexandria Ocasio-Cortez) y la economía (Bill Gates pastorea al capital desde su libro Cómo evitar un desastre climático y Davos toma cartas en el asunto), no hay corrección de rumbo posible si todos pasamos silbando. Y hasta puede que eso tenga una derivada no deseada.

Guía para no iniciados

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La derivada política

Es la que estudia el politólogo Jordi Muñoz, profesor de la Facultad de Derecho de la UB. Su grupo de trabajo viene realizando desde marzo de 2020 una encuesta que compara la disposición de la ciudadanía a aceptar la restricción de sus libertades en tres escenarios: el covid-19, la emergencia climática y el terrorismo. Y ha visto que «un suceso extremo como la pandemia es un terreno fértil para la erosión de los principios democráticos: la opinión pública parece estar dispuesta a aceptar un giro tecnocrático o autoritario». De ahí que el modelo chino, con su monitoreo y su disciplinamiento de la población, haya sido visto como un caso de éxito.

En el caso del cambio climático, compara Muñoz, aparte de la dificultad para detectar «la conexión entre los sacrificios y los resultados», se suma una variable geográfica: los territorios que están más expuestos a la crisis climática -los costeros y los que tienen sectores económicos críticos- no son necesariamente los que generan más emisiones (un 10% libera casi la mitad del total). «Y no se puede esperar que determinados sectores, regiones o países carguen de manera desproporcionada con los costes de la mitigación -razona Muñoz-. Habrá que pagar la factura entre todos». No es difícil adivinar las bolsas de resistencia a la redistribución justa de los costes -con un paisaje que, además, estará sembrado de desempleo y migración-, ni el uso político que se haga de ellas.

Al otro lado del Atlántico, la siempre perspicaz periodista Naomi Klein, propagandista en jefe del Green New Deal de Ocasio-Cortez, confiesa que este año -ella también- ha caído en la cuenta de que las emergencias son pasto de abusos de poder y que hay que «aprovechar la oportunidad de lucha por una economía más limpia para hacerla al mismo tiempo más justa en todos los frentes». Conciencia de límite.

La filosofía también compara. «El miedo (a enfermar) y la culpa (de contagiar) son dos factores de servidumbre voluntaria muy poderosos que han funcionado durante la pandemia», describe el filósofo Josep Ramoneda, director de la Escuela Europea de Humanidades. «Y siempre que ha habido un pretexto para imponer recortes significativos, hay riesgo de que algunos poderes lo aprovechen -alerta-. Es evidente que las pasarelas hacia el autoritarismo posdemocrático ya se están viendo por todas partes».

El antídoto contra el veneno autoritario está en nosotros. «El punto de partida de toda experiencia en libertad es el reconocimiento del sentido trágico de la vida -léase, asumir nuestra vulnerabilidad- y de tener clara la noción de límite». Y esto no es una novedad. «Siempre que hemos perdido la noción de límite, que hemos creído que todo era posible -de las revoluciones del siglo XIX al neoliberalismo-, se ha abierto paso a la destrucción». En cambio, y esta es la lección para el siguiente desafío, «si se acepta, es posible establecer vínculos de cooperación que eviten las soluciones autoritarias». Ese límite, aventura el ambientólogo Escrivà, podría ser «la conciencia de que somos una especie más, de que estamos sujetos a las mismas leyes naturales que el resto de los seres vivos».

Adiós al depredador

En cualquier caso, la corrección del rumbo, acuerdan, no debe plantearse en términos de «renuncia», sino de asumir comportamientos por conciencia adquirida. «La autonomía es el reto ético -explica Victòria Camps, catedrática emérita de Filosofía Moral y Política de la UAB-. No las normas que vienen impuestas, sino las que se aceptan porque creemos que son necesarias». ¿Qué habría que aceptar sin titubeos? Hay unos cuantos criterios. «Eso pasa por reducir conductas depredadoras, por sociedades menos piramidales y sin un nivel de desigualdad tan escandaloso», resume Ramoneda. «Pasa por que el PIB no sea la métrica del bienestar», se suma Escrivà. «Pasa por la contención drástica de las fuerzas del mercado», añade Meghan Mullin, profesora asociada de Política Ambiental de la Universidad de Duke (EEUU) y miembro del think tank Mercator Research Institute on Global Commons and Climate Change de Berlín. Delante estarán «las grandes fortunas -un 1% emite más CO2 que el 50% más pobre-, que harán lo posible para proteger sus privilegios», con la artillería pesada de la influencia, la publicidad y el lobismo.

Libertad climática

¿Una batalla nuevamente asimétrica? Esta vez podríamos perder todos. Y la crisis climática destapa dos dimensiones no reconocidas de la libertad: la ecológica y la intergeneracional. No invitan a volver a la caverna. Unen lo social y lo natural. De tal manera que la libertad no puede ser ejercida más allá de los límites biofísicos del planeta, ni fuera de la cuota de recursos que cada generación tiene asignada. No esquilma a los descendientes ni se apropia de lo que pertenece a los países de industrialización tardía.

¿Cómo apuntalar la llamada «libertad climática»? La estrella sueca de la sostenibilidad Kimberly Nicholas organiza las ideas. «Por la educación, que debe centrarse en empoderar a los ciudadanos». Por los medios de comunicación, que tienen «la responsabilidad de conectar los puntos al explicar cómo cada historia es una historia climática» y negarse a dar voz a las industrias cuyo plan de negocios suponga una huella catastrófica («el diario sueco Dagens ETC dejó de aceptar anuncios de combustibles fósiles, automóviles y aviación en septiembre de 2019, y el británico The Guardian le siguió los pasos en febrero de 2020, prohibiendo los anuncios de combustibles fósiles»).

Y el gobierno, continúa Nicholas, debe establecer los límites de lo que hay que respetar -«el bienestar de las personas y la naturaleza»- y marcar reglas sobre cómo lograrlo, lo que incluye incentivar, promover y exigir opciones de cero emisiones. «Es esencial involucrar a los ciudadanos para que las transformaciones cuenten con el apoyo democrático y sean legítimas, que estén diseñadas de manera justa y protejan a los vulnerables», subraya. Un ejemplo de democracia climática, dice, son «las Asambleas de Ciudadanos por el Clima» de Suecia, Francia, Irlanda y Reino Unido.

Guía para no iniciados

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Esto va de bienestar

El Mercator Research de Berlín anota que hay que definir qué es bienestar humano, cuando el marcador no sea la posición que uno ocupa en la jerarquía de la riqueza. «Las investigaciones empíricas sobre la felicidad muestran que el consumo tiene un papel limitado: es necesario para satisfacer dominios de necesidad material -remarcan-. Y sobrepasar este umbral es innecesario y hasta contraproducente». Se trataría de acordar un nivel mínimo de aprovisionamiento: acceso a la electricidad, instalaciones de agua y saneamiento, alimentación adecuada, educación de calidad y atención médica. «Y muchas de las actuales actividades de consumo -¿ir tres días de shopping a Nueva York?, ¿asaderos non stop?, ¿no pasar sin el último trapo de fulano para revenderlo en Vinter a las dos semanas?)- podrían reducirse o sustituirse mediante formas alternativas de provisión social», sugieren desde el Mercator Research.

Hora del autoexamen

Luego están las decisiones individuales. Para dar un paso adelante, «debemos saber cuáles de nuestras acciones pueden tener el mayor impacto», propone Seth Wynes, del King’s College de Londres, donde han calculado, en base a los parámetros de 39 estudios, el potencial de una variedad de opciones de estilo de vida individuales. No sufran. Son solo cuatro: «Llevar una dieta basada en vegetales -la ganadería emite tantos gases de efecto invernadero como todo el transporte mundial-, evitar en lo posible viajar en avión, vivir sin automóviles y tener familias más reducidas» (cada hijo que decidimos no tener ahorra 58,6 toneladas de CO2 por año, más que reciclar y renunciar al coche para siempre).

«Esto no va de sacrificios, va de cambios; no va de una agenda internacional que nos teledirija, sino de reconectar con una realidad física», anima Andreu Escrivà. De darse cuenta de que la aceleración de los procesos -del tiempo, del consumo, del transporte, de las relaciones personales- es uno de los causantes del cambio climático. «Tenemos que sacarnos la venda de los ojos y ser capaces de ver que el exceso, no es que no tenga sentido biológico o ambiental, es que no tiene sentido matemático. Nadie se plantea escribir 4.000 libros a lo largo de su vida, ¿verdad?».

Sin fustigarse

El secreto está en no fustigarse, en elegir los cambios y entender que la vida con límites también puede ser satisfactoria. En interiorizar que la libertad también puede apoyarse en no hacer algo, en preferir el descanso a hacer cinco capitales europeas en tres días. «La constricción más grande para construir futuros distintos no es técnico, político o social -enuncia Escrivà-, es la imposibilidad de imaginarlos». Y según explica la neurociencia, basta con que lo imagine un 25% para crear una marejada, como ha ocurrido con el #MeToo. Ya se oyen trompetas anunciando la llegada del ecofascismo (Franklin D. Roosevelt, el promotor del New Deal, también oyó cosas del estilo «¡Vienen a quitarnos las hamburguesas! Esto es despotismo» del senador republicano Henry D. Hatfield). Pero nuestro papel como palanca de cambio al dejar de corear «lo quiero todo y lo quiero ahora» puede ser más poderoso que la planta suiza de Climeworks que captura 900 toneladas de dióxido de carbono de la atmósfera al año -bravo-, las soluciones tecnológicas del cofundador de Microsoft, los apóstoles de la fe en las smart cities o los mil millones de dólares que George Soros ha soltado para evitar un futuro muy distópico.

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