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La mirada del lúculo

Estrés en la mesa

Estrés en la mesa

«Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas», escribió Truman Capote, que pretendió con Answered Prayers el gran retrato de la sociedad de finales del siglo pasado y solo logró una novela inacabada. Lady Ina Coolbirth y Jonesy se sientan a la mesa en el restaurante Côte Basque, de Manhattan. No les importa gran cosa la comida, quieren entretenerse y cotillear. Rechazan la pierna de cordero del carrito que les ofrece Monsieur Soulé, el afamado restaurantista, y eligen el soufflé Furstenberg, una mezcla de queso, espinacas y huevos, que lleva más tiempo de preparación y permite un preámbulo más largo con los aperitivos y las bebidas. Les importa la conversación sumergida en las burbujas del Roederer Cristal. Por sus lenguas afiladas desfilan los chismes sobre Cole Porter, Orson Welles, Jean Harlow, la princesa Margarita de Inglaterra, Salinger y John Kennedy, entre muchos otros. La última parte de Plegarias atendidas, la novela inacabada de Capote, está dedicada exclusivamente a esa conversación, justo hasta el momento en que en el local quedaban unos poco camareros sacudiendo las servilletas y los mozos volvían a vestir las mesas y arreglar las flores de los búcaros para los clientes de la noche, mientras afuera solo aguardaba «el fracasado atardecer de Nueva York». Hace ya tiempo que empezó a evaporarse esa atmósfera de agotamiento lujoso que caracterizó a los restaurantes como el Côte Basque, de la calle 57, que abrió en los años cincuenta y cerró en 2004. En ese mismo lugar había estado Le Pavillon, que Henri Soulé abandonó por discrepancias con su propietario, el presidente de Columbia Pictures, Harry Cohn, el mismo que al enterarse de que Sammy Davis Jr. mantenía relaciones con su deslumbrante estrella Kim Novak ordenó a un matón que le disuadiese con aquello de «oye, negro, por el momento ya te falta un ojo, ¿te apetece perder el otro?». El Côte Basque mantenía esa línea de agotamiento lujoso, era un lugar para dejarse ver pero a Soulé no le faltaban, además, pretensiones gastronómicas.

Afortunadamente la gastronomía propiamente dicha se ha impuesto al lujo superficial en los restaurantes de alta cocina más reputados, el problema es que apenas se puede mantener ya una conversación en ellos. La atmósfera algo envarada aunque comprimida del lujo -simplemente el camarero apostado a una distancia discreta de la mesa para servir el vino sin interrumpir a los clientes- ha sido reemplazada por la engorrosa insistencia de imponer silencios cada cinco o diez minutos para presentar los platos y sus ingredientes, muchas más veces de las deseadas con una disparatada solemnidad. Probablemente haya foodies en este mundo que no puedan vivir sin ese tipo de presentaciones rimbombantes, pero me consta que también existen muchos otros resignados comensales que añoran una conversación como es debido sin que los interrumpan constantemente. Supongo que habrá que distinguir a unos de otros y hacer algo al respecto. Los jefes de sala deberían ocuparse de ello porque no todos los clientes son igual de avezados ni tienen las mismas prioridades en un restaurante gastronómico. Los menús largos de doce, quince o veinte pasos, cada vez más frecuentes en detrimento de la carta, no contribuyen precisamente a la armonía. Entiendo que cada vez son más los cocineros dispuestos a enseñarnos todo lo que saben hacer en un único menú de degustación y de manera fugaz. Pero una infinidad de bocados pequeños y sucesivos no ayuda a fijar el recuerdo culinario en la memoria. Confieso, y no lo dice alguien que no esté atento, que en el octavo pase ya me he olvidado de lo primero que comí.

Lady Ina Coolbirth y Jonesy no podrían haber mantenido sus jugosos cotilleos del Côte Basque en ninguno de los restaurantes gastronómicos de ahora en los que hay que guardar silencio para escuchar lo que dice de carrerilla el camarero, la camarera, o los responsables de la sala. En la mayoría de los casos, el silencio viene impuesto de manera imperiosa. Si hay veinte platillos, veinte veces seguidas. Resulta agotador. Habría que ir buscando otra fórmula; puede ser repartir unas hojas con los enunciados de los platos entre los clientes y, llegado el caso y se demanda, responder al interés de cada uno por lo que está comiendo. O plantear antes en la mesa si quieren la comida con presentaciones o sin ellas. Si no es así los restaurantes, una vez que el furor foodie haya pasado, que pasará, se convertirán en lugares insoportables, inquisitivos y extremadamente acelerados para que el servicio pueda abarcar los menús largos con que el chef tiene la necesidad de expresarse como si fuera la última vez que cocina.

Otra costumbre cargante del restaurante gastronómico o del que pretende serlo es el trampantojo en la mesa a la hora de servir. La vajilla inapropiada que tanto utilizan algunos para distinguirse, y que parece dispuesta en cualquier momento a repeler las viandas, tanto por el color como por la forma. Gran parte de la culpa hay que atribuirla también a los menús largos y estrechos que ofrecen muchas más posibilidades de equivocarse al elegir el recipiente ideal para emplatar depende qué tipo de preparaciones. Esta clase de dislate, creo, responde más a la necesidad de ser originales que a la racanería para disponer de un servicio de mesa adecuado a la categoría o la factura. Por poner algunos ejemplos, prolifera el modelo cenicero en todas sus variantes, pero he visto aperitivos y entrantes presentados en alambres de espino; cucuruchos de papel para todo y no sólo para las frituras, porque el cucurucho al parecer está de moda; también he quedado atónito con el pan servido en un sombrero; patatas fritas en un tiesto; un postre de crema y chocolate en una regadera; carne ensartada en una espada, y hasta una empanadilla en un libro falso hueco. El viento del viejo lujo se ha llevado, además de la conversación, las vajillas finas y sobrias que realzan la comida. A cambio ha dejado una entrada para un espectáculo que no siempre funciona y que en ocasiones se convierte en peligroso para la armonía.

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