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La mirada de lúculo

En la mesa con Dalí

En la mesa con Dalí

En el prólogo del libro de su vida secreta, Salvador Dalí escribió que a los seis años quería ser cocinero y, a los siete, Napoleón, y que a partir de ahí su ambición no hizo otra cosa que crecer constantemente. Se cuenta que, de niño, a pesar de tener prohibido entrar en las cocinas, o tal vez por ese motivo, el gran genio de Figueras aguardaba ansioso el instante perfecto de poder colarse en ellas para robar cualquier cosa apetecible ante la mirada cómplice de las criadas. Para los que somos más viejos que el teletexto, las cocinas fueron en algún momento de nuestras vidas un espacio rodeado de misterio y de intriga, un lugar al que no teníamos acceso más que para dirigirnos directamente al frigorífico. Abrir y cerrar la puerta con sigilo para que nadie se enterase de que aquel era el enésimo intento de asaltar Fort Apache. Las cocinas de los hogares, con el paso de tiempo, se convirtieron en espacios diáfanos para la convivencia. Pero hubo un tiempo pasado, ya digo, que eran cotos cerrados.

Durante toda su vida, incluso durante los años que pasó en Estados Unidos para refugiarse de la Segunda Guerra Mundial y después del regreso a España, la comida siempre fue para Dalí una fuente de inspiración creativa y de placer. El simbolismo relacionado con ella se puede encontrar fácilmente en sus obras. Estoy contemplando ahora una de ellas, El momento sublime, en la que el auricular de unos de aquellos teléfonos negros de baquelita cuelga de una rama frente a un caracol y una cuchara deforme que contiene un par de huevos fritos. Cuando alguien le preguntó si en su pintura La persistencia de la memoria había interpretado la teoría de la relatividad de Albert Einstein, Dalí respondió que los relojes blandos estaban más bien inspirados en la percepción surrealista de un queso Camembert derritiéndose al sol.

Precisamente la idea se le ocurrió al final de una comida, analizando un Camembert, a punto de derretirse, antes de probarlo. Leí que cuando se quedó solo se apoyó un momento en la mesa, pensando en los problemas que acarrea la suavidad extrema de un queso más que cremoso, líquido. Se levantó y se dirigió al estudio para dar, como solía ser habitual, un último vistazo al trabajo. Iba a apagar la luz y a salir cuando vio la solución en dos relojes blandos, uno de los cuales colgaba de la rama de un olivo. El tiempo derritiéndose como un queso de vaca evolucionado.

El huevo también es un motivo recurrente. Ah, el huevo cósmico. Según Dalí, es portador de un fuerte simbolismo. Encarna el nacimiento y los orígenes. Cruda o cocida, la yema presenta una viscosidad que contrasta con la dureza de la cáscara. El artista presta atención a la oposición dura y blanda de este alimento en el que se basa gran parte del pensamiento y la iconografía dalinianos. Huevos fritos sin el plato (1932) es una buena muestra de ello. En la pintura, al final de un cable celestial un huevo frito cuelga en el aire, suspendido sobre otros dos. Incluso antes de familiarizarse con el surrealismo, había pintado la canasta de pan que, según él mismo contó, por el poder de su densidad, la fascinación de su inmovilidad, creaba el sentimiento místico y paroxístico de una situación más allá de cualquier noción ordinaria de lo real. Después de casi veinte años volvió sobre este asunto, creando otra versión con la canasta colocada más precariamente en el borde de la mesa. El pan acabaría convirtiéndose de esa manera en uno de los objetos fetiches obsesivos de su obra y, a la vez, en un depositario de su mayor fidelidad.

Esta concienzuda relación entre arte y comida se teje más explícitamente con la publicación, en 1973, de Les dinners de Gala, por parte de Taschen, con una corta y lujosa edición de 400 ejemplares que pronto se agotaría. Más tarde, en 2016, la editorial lanzó otra nueva conmemorativa para satisfacer la curiosidad de una mayor audiencia. Dedicado a su esposa Elena Ivanovna Diakonova, conocida como Gala, el libro repasa las famosas cenas organizadas por los Dalí. En él figuran platos que pertenecen a la opulencia surrealista y, como el propio pintor recalcó, a la mandíbula que es nuestra mejor herramienta para captar el conocimiento filosófico: una de sus geniales bromas. Entre ellos está el congrio del sol naciente, que consiste en rodajas de pescado envueltas en tocino y lechuga; los huevos de mil años, que son huevos cocidos que se guardan en el frigorífico durante tres semanas en un frasco sumergido en su agua hirviendo, clavo, azúcar, vinagre, salsa tabasco, limones, tomillo y té; el Peacock à l’Impériale aderezado y rodeado por su corte, o lo que es lo mismo codornices rellenas servidas con salsa de jerez, trocitos de trufa y gelatina. O la famosa crema de ranas, una especie de crème brûlée adornada con un pico largo en el que se empalan ranas asadas. Dalí, cuando ya había cumplido 69 años, quiso interpretar la gastronomía francesa de la vieja escuela con comidas de los principales chefs parisinos de restaurantes como Lasserre, La Tour d’Argent o Le Train Bleu, enriquecidas por imaginativas ilustraciones y fotografías del propio autor, así como por extravagantes reflexiones girando alrededor de las conversiones que se entablan en ciertas cenas.

Una vez, ya hace años, en Figueras, almorzando en el restaurante Duran, al lado de la Rambla, muy cerca del Museo dedicado a la obra del artista, pensé en las palabras de Dalí cuando decía que solo le gustaba comer lo que tiene una forma comprensible para la inteligencia. Acto seguido, me trajeron a la mesa unos magníficos caracoles de la casa y, creo recordar, un lenguado sublime.

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