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Javier Fernández
Ver galería >Treinta segundos dan para mucho. Lo sabemos muy bien los periodistas que nos ponemos delante de una cámara y explicamos a los espectadores qué ha ocurrido en medio minuto; a veces, incluso en menos. En treinta segundos podemos despedirnos para siempre o decir un te quiero. Esos treinta segundos pueden parecer pocos, según quien los cuente, o muchos, según quien los sufra. O puede que se cuelan en la cabeza, como una especie de síndrome del papel en blanco que sufre el escritor cuando se encuentra solo, incapaz de hilvanar unas líneas y el reloj suena cada vez más fuerte. Tic, tac.
Treinta segundos dan para mucho. Lo sabemos muy bien los periodistas que nos ponemos delante de una cámara y explicamos a los espectadores qué ha ocurrido en medio minuto; a veces, incluso en menos. En treinta segundos podemos despedirnos para siempre o decir un te quiero. Esos treinta segundos pueden parecer pocos, según quien los cuente, o muchos, según quien los sufra. O puede que se cuelan en la cabeza, como una especie de síndrome del papel en blanco que sufre el escritor cuando se encuentra solo, incapaz de hilvanar unas líneas y el reloj suena cada vez más fuerte. Tic, tac.
Treinta segundos dan para mucho. Lo sabemos muy bien los periodistas que nos ponemos delante de una cámara y explicamos a los espectadores qué ha ocurrido en medio minuto; a veces, incluso en menos. En treinta segundos podemos despedirnos para siempre o decir un te quiero. Esos treinta segundos pueden parecer pocos, según quien los cuente, o muchos, según quien los sufra. O puede que se cuelan en la cabeza, como una especie de síndrome del papel en blanco que sufre el escritor cuando se encuentra solo, incapaz de hilvanar unas líneas y el reloj suena cada vez más fuerte. Tic, tac.
Treinta segundos dan para mucho. Lo sabemos muy bien los periodistas que nos ponemos delante de una cámara y explicamos a los espectadores qué ha ocurrido en medio minuto; a veces, incluso en menos. En treinta segundos podemos despedirnos para siempre o decir un te quiero. Esos treinta segundos pueden parecer pocos, según quien los cuente, o muchos, según quien los sufra. O puede que se cuelan en la cabeza, como una especie de síndrome del papel en blanco que sufre el escritor cuando se encuentra solo, incapaz de hilvanar unas líneas y el reloj suena cada vez más fuerte. Tic, tac.
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