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Salud

Somos más mansos culturalmente

Cómo el azar puede producir tanta belleza, tanta perfección, tanta eficacia. Hay un azar que opera sin sentido, sin rumbo ni acierto cuando fuerzas poderosas moldean las montañas para nuestro asombro y contemplación, cuando el mar, como hizo en días pasados, enfurecido con la orilla, la golpea en un frenesí de espuma o cuando reposado parece que acaricia la orilla, esa concha bordeada de una arena dorada. Toda esa belleza, la de la garganta por donde discurre el río turbulento, la de las dunas móviles del desierto, toda es inútil fruto de la confluencia de fuerzas azarosas. Pero también el azar crea una belleza, o lo que nosotros vemos como tal, resultado de un acierto. Es la de los seres vivos. No lo hace por amor a lo bello, lo hace porque así son más eficaces biológicamente y lo hace sin saberlo, sin quererlo.

Qué difícil no imaginar un creador, una mente superior que haya diseñado tanta perfección, tanta belleza, tanta eficacia. Miro los insectos hoja, animales que viven en lo más alto de los árboles en las selvas oceánicas. Los nervios de sus alas simulan los de las hojas y su color se adapta al de ellas, verde cuando lo es, ocre o marrón cuando cambia. Incluso saben simular esa transición, manchado el verde con el color del otoño. O esa oruga que hinchó el anillo cefálico y dibujó allí unos ojos para engañar a los pájaros y que crean que es una serpiente. Cómo no pensar en una inteligencia superior que se divierte creando.

La teoría de la evolución tiene dos principios: las mutaciones no direccionales, la mayoría ocasionadas por errores en la duplicación de los cromosomas, y la selección de aquellas variaciones con mejor la eficacia biológica: capaces de sobrevivir y producir una progenie vigorosa. No hay ni un objetivo ni una dirección en esta empresa ciega. Hay resultados: nosotros, que nos creíamos los reyes de la creación, y todos los seres vivos con los que compartimos la Tierra. Que ese insecto parezca una hoja es el resultado de una larga cadena de minúsculos cambios, a veces masivos, que progresivamente hacen que las alas se parezcan más a las hojas y les dan una ventaja de supervivencia y procreación.

En ese medio inocente apareció el ser humano. Y cambió la faz de la Tierra con la misma fuerza que en épocas geológicas previas lo habían hecho accidentes extraordinarios, como pudo ser un inmenso meteorito que acabó con casi todos los reptiles del jurásico. Así, nuestra potente acción transformadora de la corteza de la Tierra y de la vida ha dado lugar a una nueva era, el antropoceno. Y si no acusamos a las fuerzas telúricas que transforman la superficie de la Tierra ni a los caprichosos cambios de clima que devastan la vida, sí decimos que el ser humano, crecido en su soberbia y ambición, pone en peligro la naturaleza. Y ella responde castigándonos. Justa respuesta a nuestra inmoderada codicia. Quizá tengamos un concepto demasiado ideal de nosotros, de nuestra razón, de nuestra entendimiento y voluntad. Como nuestros congéneres, los otros animales, estamos guiados por fuerzas ocultas hacia ningún fin. Tenemos, más que ellos, capacidad para dirigir nuestras acciones, pero no un mando absoluto en nuestra naturaleza, que solo busca perpetuarse ciegamente.

Necesitamos entender lo que nos pasa y lo que pasa. Explicaciones creíbles o tranquilizadoras. Las encontramos en la religión y la ciencia. En La vida contada por un sapiens a un neandertal, Juan Luis Arsuaga logra, traducido su pensamiento en las palabras de Juan José Millás, ser muy convincente. Para él casi todo tiene una explicación evolutiva, hay una lógica funcional, basada en el éxito.

La vida era muy impredecible hasta no hace mucho. No solo por el asedio de las enfermedades, cuya causa y tratamiento desconocíamos, también por los accidentes y agresiones. Basta leer la biografía de un grande, Aristóteles, por ejemplo, para ver la cantidad de guerras y asesinatos que ocurrieron en sus 62 años de vida. Varias veces estuvo cerca de la muerte. Entonces era normal invadir al vecino para robar y matar. Un poco antes, en la Biblia, Yaveh insta y ayuda a los judíos a destruir Jericó: con las trompetas hacen caer los muros; con los cuchillos, las cabezas. Ahora somos mansos, dice Arsuaga a Millás. Una mansedumbre que el antropólogo atribuye a la selección. Se supone que generación tras generación los más mansos no solo sobrevivían más, además tenían una progenie más extensa. Hasta desplazar a los más agresivos.

No cabe duda de que en los animales en pocas generaciones se puede seleccionar un rasgo fenotípico. Lo hacen los criadores de perros: aquel más manso, este más agresivo. Y aunque esa tendencia está ahí, me dicen los veterinarios que la educación del perro influye mucho. En el ser humano, como en ningún otro, el medio modifica la acción de los genes, moldeados como estamos por la cultura. No creo que seamos genéticamente más mansos, lo somos culturalmente. Conservar y mejorar esa cultura es quizá más importante que conservar la naturaleza tal como es, o era.

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