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Oblicuidad | La historia del mundo contada por 'The Crown'

Imagen de la serie 'The Crown'. Netflix

The Crown es la mejor manera inventada hasta la fecha de explicar la historia del siglo XX. El mérito extraordinario del guionista Peter Morgan consiste en narrar acontecimientos que todo el mundo conoce, y en otorgarles el peso de un descubrimiento colectivo. El éxito desbordado de la serie en su cuarta temporada todavía guarda una deuda con la elección en las dos primeras tandas de Claire Foy como una primeriza Isabel II, en el tránsito memorable de cándida jovencita a reina que despacha a Churchill en todos los sentidos.

Aunque a nadie le importe, repudié The Crown desde su nacimiento, Isabel II no debía distraer ni una pizca de mi atención. Costó convencerme de que contratara la primera temporada, el flechazo fue instantáneo. Por fin, el impacto del «elitismo para mayorías» que Umberto Eco simbolizó con el éxito de El nombre de la rosa. En contra de los adictos, la calidad de las teleseries está en franco retroceso, de ahí el mérito adicional de esta aproximación a la historia mundial en la segunda mitad del siglo XX.

El éxito de The Crown ha llegado al punto de que el Gobierno británico exige a Netflix que adjunte la etiqueta de ficción a la serie. Qué gran ejemplo para Baudrillard, la monarquía de origen divino reclama su degradación a mera realidad. Es superfluo añadir que la polémica disparará la difusión del producto comercial criticado, una bendición para quienes todavía confíen en que Europa puede reconciliarse con su pasado. En España no hay nada que temer, mientras no se aventuren hipótesis desde luego ficticias sobre la relación entre Lady Di y Juan Carlos I en Marivent.

Los apolillados expertos monárquicos revitalizados por The Crown escrutan errores y omisiones, como si estuvieran ausentes en cualquier aproximación histórica. Antes que la exactitud de los innumerables adulterios de Felipe de Edimburgo, aspiro a ser ilustrado sobre la veracidad de la escena en que un lacayo sostiene una bacinilla bajo la barbilla del Duque, para que escupa el aristocrático líquido obtenido tras enjuagarse los dientes.

The Crown fabrica más monárquicos de los que disuelve. Arranca editorialmente de la lacerante anacronía monárquica, pero sin propuestas dinamiteras, como si Morgan estudiara la evolución del disco de vinilo. Se inscribe en la línea flemática del ultraliberal The Economist, cuando el semanario defendía que el único argumento a favor de mantener la Corona es el elevado coste de desmantelarla.

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