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Oblicuidad

Robert Fisk, harto de periodistas que se quejan

Si querías avergonzarte de un ejercicio facilón de la profesión, solo tenías que llamar a Robert Fisk a su domicilio del Líbano por teléfono, porque el corresponsal de guerra más leído de todos los tiempos carecía incluso de correo electrónico. Una vez establecida la complicada comunicación, te recordaba que «el cirujano no llora en la mesa de operaciones. Estoy harto de escuchar a periodistas que se quejan de su sobrecarga emocional en zonas de combate, o de que necesitan ayuda psicológica, cuando pueden coger un avión y largarse. No simpatizo con ellos, si les cuesta tanto, pues que no vengan».

En una colección de crónicas memorables para The Independent sobre el terreno, Fisk detalló la liberación a muerte de Irak por parte de George Bush. Denunciaba a sus presuntos colegas, que practicaban «el periodismo hotelero, sin avisar a la audiencia». No renegaba de la misión fundamental de «escribir la primera página de la historia con exactitud», pero te añadía provocador que esta profesión también exige «controlar al poder y desafiarlo, en especial si se muestra desaprensivo. Es lo que hicisteis cuando vuestro Gobierno os mintió sobre ETA el 11-M».

Robert Fisk ha muerto este mes en Dublín. Nunca temió las consecuencias heterodoxas de su trabajo, gracias a lo cual predijo las consecuencias de la desastrosa aventura iraquí, donde «la guerrilla mantiene a raya al ejército más poderoso del mundo”. Siempre se alejó de la versión única alimentada por el rebaño, «porque los periodistas muestran una tendencia creciente a arrimarse al poder, para que los gobernantes les llamen por su nombre de pila». El cacareado «acceso» se limita a enmascarar el ansia de sentirse apreciado, de formar parte del núcleo duro.

Una prosa cristalina, el relato detallado que solo puede ofrecer un testigo y la ausencia de miedo caracterizan a Fisk. Resulta escalofriante que estas virtudes elementales se conviertan en excepcionales. Además, el periodista inglés estaba dispuesto a pagar en exacción de sangre las consecuencias de pertenecer a una raza despreciada en su entorno:

—En una ocasión te hirieron en la frontera afgana, y una vez vendado dijiste que tú hubieras hecho lo mismo que tus agresores.

—Sí. Yo era el primer occidental que veían mis agresores, después de que sus familiares recibieran el fuego de un B52. Estoy en contra de la violencia pero no sé si, en su lugar, yo me hubiera reprimido.

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