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Cultura de la intransigencia

Intelectuales de EE UU han alertado sobre una creciente intolerancia hacia las opiniones divergentes del pensamiento dominante

Unos policías, ante la estatua de Colón derribada por unos manifestantes ante el Capitolio del estado de Minnesota (EE UU), en la ciudad de Saint Paul, en junio. levante-emv

Una de las principales aportaciones de la revolución tecnológica es la democratización que ha llevado al espacio de debate público. Brechas digitales aparte, quien tiene una cuenta en cualquier plataforma de redes sociales tiene un altavoz para opinar sobre cualquier tema. Estos ámbitos se han convertido en una suerte de circos romanos plagados de emperadores, cada cual apuntando con su pulgar en una u otra dirección, dispuesto a decidir el destino de un tercero en cuestión de segundos.

Ampliar el número de voces no debería nunca suponer un problema o un perjuicio en una sociedad libre sino más bien al contrario, un enriquecimiento de los puntos de vista que contribuye a reflejar la pluralidad y diversidad cada vez más presentes en el mundo actual. Pero, ¿la ampliación del número de opinadores realmente lleva aparejada un mayor número de enfoques y un debate más rico o está derivando en una intransigencia cada vez más feroz hacia quien se sale de la norma?

Este debate ha irrumpido con fuerza en los últimos tiempos a raíz de la bautizada en Estados Unidos como culture cancel -cultura de la cancelación-. El concepto responde a los movimientos surgidos en redes sociales que buscan el desprestigio y el aislamiento de una figura pública por algunas declaraciones o actuaciones que un colectivo considera reprochables. En definitiva, su ‘cancelación’. Hay que diferenciar este término de otro más habitual, el conocido como trolleo. Mientras el último solo busca el insulto o incomodar a la persona atacada, el objetivo de la cancelación va más allá y culmina con la anulación de toda dimensión del personaje, incluida la profesional.

Este movimiento es mucho más habitual y fructífero al otro lado del Atlántico y fue el detonante de la controvertida carta firmada por 153 intelectuales estadounidenses alertando sobre la creciente intolerancia que aseguran estar detectando contra los discursos divergentes en esta época convulsa. Estas figuras públicas aplauden el activismo que recorre la superpotencia mundial ante injusticias sociales, raciales o de género, pero muestran sus temores ante el ascenso de la intransigencia que lleva asociado hacia quien expresa una opinión discordante a la mayoritaria.

“El problema no es disentir o ratificar, sino pensar por cuenta propia”, asegura el filósofo Daniel Innerarity. “Hay demasiada gente adscribiéndose a causas que no ha pensado lo suficiente”, añade sobre la facilidad de la masa de asumir un discurso y rechazar automáticamente el opuesto. Una reflexión que enlaza con otro aspecto fundamental que contribuye a la cultura de la cancelación: la polarización política. “Crece la intolerancia hacia la diferencia ante la inseguridad que nos produce un mundo que está cambiando”, apunta por su parte la politóloga Rosa Roig, profesora de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universitat de València, que define la intolerancia como “el miedo a lo desconocido”.

Y ese mundo cambiante, “líquido” como añade Roig citando a Zygmunt Bauman, está ahora mismo gobernado por personajes como Donald Trump y Jair Bolsonaro. Dos representantes del iliberalismo que sigue avanzando en pleno siglo XXI. Asumen teorías de la conspiración -ambos han expresado en público sus dudas sobre el origen de la Covid, por ejemplo- y no dudan en acudir a Twitter para incendiar el debate público, en repetidas ocasiones con cortinas de humo que no buscan más que esconder la deficiente gestión sanitaria o cualquier asunto de política interior que pueda incomodarlos en determinado momento.

Innerarity añade aquí otro elemento sobre el papel de las redes sociales y al que sin duda contribuyen este perfil de mandatarios: “Polarizan, pero también banalizan”, esgrime. “Por supuesto todavía tienen sus efectos, pero han disminuido su valor como fuente de autoridad”, advierte sobre estas plataformas.

Este aumento de la tensión en el debate sociopolítico ha ido de la mano de una serie de escándalos (especialmente de abusos sexuales contra mujeres y policiales contra negros) que ha tensado la cuerda. Una de las partes básicas de la cultura de la cancelación residía en la reivindicación del poder adquirido por el ciudadano de a pie para participar y crear opinión, pudiendo reprochar este tipo de actitudes sin tener que pasar el filtro de acceso a los medios de comunicación por primera vez en la historia. Cada ciudadano ya dispone de su altavoz en forma de smartphone. Una nuevacapacidad que conlleva el riesgo de exagerar estas peticiones de cancelación. “El problema es que simplifica demasiado. El término se utiliza en tantos contextos que ha llegado a convertirse en una palabra sin significado que excluye los matices sobre el daño concreto y sobre aquellos que deberían rendir cuentas por ese daño”, escribía la periodista Sarah Hagi hace unos meses en la revista Time.

Esta ocasional falta de reflexión conlleva dos riesgos: por un lado, juzgar demasiado rápido si no se ejecuta con reposo y reflexión el proceso de cancelación y por otro, brindar excusas a aquellos que sí han cometido comportamientos socialmente reprochables. Estos se escudan denunciando ‘cazas de brujas’ y la intolerancia de la que son víctimas al no otorgárseles el derecho a defenderse.

Volvemos aquí a la carta de los intelectuales estadounidenses. “No debemos permitir que la resistencia -en referencia a los movimientos reivindicativos- se convierta en dogma y coerción, algo que la extrema derecha ya está explotando”, pedían los 153 de Harper’s subrayando ese victimismo del que echan mano algunos sectores. Entonces, ¿estamos haciendo el juego a la ultraderecha al reclamar pluralidad y que no se ‘censure’ ninguna opinión? ¿Dónde fijamos la línea de lo tolerable? ¿Cuándo como sociedad debemos decir ‘basta ya’?

“La defensa de la pluralidad democrática implica también que haya un lugar para los que no le tienen demasiado afecto a esa pluralidad democrática”, argumenta Innerarity al respecto. El filósofo apuesta por el término medio al detectar “riesgos” tanto en “la sobrerreacción contra la intolerancia” como en “la permisión de ciertas cosas que son de todo punto inaceptables”. Sin embargo, Roig discrepa en este punto. “La libertad de discurso no tiene por qué desembocar en el relativismo moral. Ese discurso precisamente pretende detener cualquier pensamiento crítico para mantener el status quo en materia de ideas”.

Lo que constata este debate es el estrechamiento de los límites de la tolerancia a ambos lados del tablero ideológico, en las redes y en la calle. Innerarity no detecta una “censura formal” en internet, si bien denuncia una “censura de facto”: la intimidación. Roig, por el contrario, se resiste a etiquetarlas. “Son tecnología, luego carecen de ética. La moral es humana, el bien o el mal depende del uso que se haga de ellas”.

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