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La mirada del lúculo

El lugar que somos nosotros

Un viaje melancólico en el recuerdo literario y gastronómico de las Islas Azores

El lugar que somos nosotros

Viajar significa en estos días de confinamiento volver donde los recuerdos te llevan. Yo he querido regresar a esa inmensidad del Atántico medio, cementerio de galeones, al lugar donde se produce la más fascinante combinación de arquitectura portuguesa tradicional de casas blancas, campos verdes salpicados de vacas y vistas únicas del océano azul que patrullan delfines y ballenas: a ese híbrido visual de Irlanda, Hawai y Suiza, que oscila entre gloriosos episodios de sol, y brumosos y torrenciales aguaceros subtropicales.

A esa agridulce melancolía, que escribe Joao de Melo, tan cercana al silencio interior como a la nostalgia. La melancolía en portugués es un arte y en las islas Azores empieza a manifestarse en el viajero desde que el avión desciende entre nubes asustando al ganado y espantando las aves, y viaja con él cuando pone el pie en el estribo para regresar, todavía restregándose los ojos de lo que ha podido ver y guarda hasta una próxima ocasión.

Ponta Delgada, la capital de la isla de San Miguel, es una ciudad abierta al mar a través del largo malecón de su avenida Marginal, tiene jardines exóticos y está guarnecida por torres de iglesias, torreones de palacetes y antiguas casas señoriales. Allí fui recibido, además de por un bochorno tropical, por un plato de cracas, crustáceos de profundo sabor marino, y cavacos, de tamaño considerablemente mayor que el de los santiaguiños y de carne más dulce.

San Miguel es una isla con dos primitivas existencias. De la primera solo los peces y los cetáceos podrían hablar, puesto que la vieron nacer del fuego en ebullición, elevando la materia desde el infierno, hacia el aire, el único elemento que por entonces existía sobre las aguas. De la segunda únicamente saben las aves que atravesaron el espacio del tiempo para convertirse en sus primeras pobladoras. Y luego, si quieren, como tercera existencia, está esa quietud mística transoceánica que empujaba en las noches sobresaltadas al adolescente Antero de Quental, autor de renombrados sonetos, hacia el mar, y que le llevó a volver a la isla a los 50 años, después de haber vivido en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, para rumiar su desencanto. La quietud mística no creo, sin embargo, que tuviese la culpa de que decidiese llevar un revolver a la boca y apretar el gatillo dos veces antes de perder de vista el resplandor del mar y los árboles, como cuenta Antonio Tabucchi en la colección de relatos que componen Dama de Porto Pim (Anagrama, 1984). La de Azores es una mística que invita a la celebración de la vida, no a la muerte.

Con las cracas y el cavaco bebí un blanco de Frei Gigante, con un toque de frescura picante, elaborado con uva arinto. El pescado que llegó a continuación lo acompañó otro arinto más denso y mantecoso de António Maçanita. Los dos de la isla de Pico. Las Azores han producido vino durante siglos. Que las vides crezcan en ese clima templado calentado por la Corriente del Golfo no es reseñable, lo singular, al igual que sucede en Canarias, es que lo hagan en una superficie de roca volcánica. La tierra es tan accidentada y los vientos tan indómitos que protegerlas resulta tan imposible como poco práctico. Individuales yacen sin soporte en la tierra dura, resguardadas por paredes de roca de metro y medio de altura construidas a su alrededor para formar celdas rectangulares. Estas paredes que protegen las vides del viento también irradian el calor que absorben durante el día. La leyenda cuenta que después de que las islas se asentaran, en el siglo XV, un laborioso monje apodado Frei Gigante, hermano mayor en portugués, lideró el esfuerzo de cultivarlas abriendo suelos en pequeñas grietas de basalto y construyendo paredes protectoras.

Hoy, el vino blanco local más popular lleva su nombre y es recordado como un símbolo de la perseverancia y del amor a la uva. Antes de que las carreteras pavimentadas y los camiones llegaran a la isla, los barriles de vino se transportaban manualmente a los barcos. Las ásperas costas volcánicas impedían que estos barcos atracasen cerca de los lugares de producción. Los proveedores, astutos, hacían rodar los barriles hacia la orilla, desde donde porteadores más enérgicos los empujaban hasta los pequeños botes. A mediados del siglo XIX, la mayoría de los cultivos fueron diezmados por el pulgón de la filoxera, a partir de ese momento la producción de vino y la exportación no dejaron de convertirse en un desafío para los isleños. Igual que lo es mantener en pie las viejas tradiciones como el cozido das furnas, que lleva los mismos ingredientes o similares que el cocido a la portuguesa pero que se elabora lentamente gracias al calor del volcán; el espectáculo de las fumarolas, que emiten lava en estado de fusión en las proximidades de los cráteres; los baños en las termas, o los platos de lapas.

El inolvidable Tabucchi escribió refiriéndose precisamente a las Islas Azores que un lugar nunca es solo ese lugar, que lo somos en cierto modo también nosotros. Todos formamos parte de un paisaje o de una melancolía que se precipita en circunstancias como las actuales. La mía navega en estos momentos por el Atlántico, sale del recuerdo, de la literatura o de las voces que se extinguen en el silencio del mar.

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