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Grimod se replantea la gula

El primer crítico de restaurantes era un tipo extravagante que reivindicaba la glotonería como un signo de alto estatus

Grimod se replantea la gula

Imaginémonos por un momento un carnaval remoto, uno en Francia de 1783. Balthazar Grimod de la Reynière, abogado en el parlamento, periodista y escritor culinario, en su casa de los Campos Elíseos, prepara una comilona y unos melancólicos versos dedicados al gozo epicúreo y a la calma del verdadero filósofo frente a la muerte. Los interpretan dos músicos con mandolinas. Terciopelos, satenes y brocados aguardan a los dos decenas de invitados a la cena.

La luz solo la desprenden cuatro bujías de cera verde que reposan sobre calaveras, el resto permanece a oscuras, las arañas y los candelabros están apagados. Los tremós de las chimeneas reflejan algunos destellos. Los invitados, que han sido obligados a uncirse a coronas de cipreses y rosas, se hallan sorprendidos en medio de tanta parafernalia. Comen moderadamente hasta que empiezan a familiarizares con las acreditadas carnes de cerdo de la charcutería El becerro de oro y el aceite de las ensaladas del tendero Laurent. La fantasmagoría y la gastronomía unidas por una suerte funeraria produce la deserción de muchos de los invitados que no aciertan a entender el sentido del humor del anfitrión. Ruido de cadenas de hierro, catafalcos, colgaduras negras hacen de la cena un manicomio de la indigestión.

Es la broma macabra de un gourmet que pretende honrar la memoria de una actriz del teatro francés, íntima amiga de su madre que acaba de morir, y de paso avergonzar a los herederos que no tuvieron el detalle de enviar una esquela a los amigos para poder enterrarla a escondidas. "La mejor manera de honrar a los ausentes -piensa Grimod- es hacer un buen acto de presencia de su memoria". Los presentes, algunos al menos, huyen despavoridos de aquella especie de aquelarre gastronómico, como contó Paul Lacroix, polígrafo, fundador de la revista Le Gastronome.

Incluso en su broma funeraria más famosa Grimod de la Reynière, conocido como el primer crítico de restaurantes de Francia, no quiso renunciar a su indesmayable apetito gastronómico. Nacido en el seno de una familia de granjeros, se distinguió en su juventud por sus excentricidades. En 1786 causó un escándalo en la Corte al publicar un folleto en el que se reía de uno de sus colegas abogados. Exiliado de París, el alejamiento lo salvó de los excesos de la Revolución.

Después de unos años, sin ingresos ni dinero, volvió a coger la pluma y emprendió L'Almanach des Gourmands, que se publicó entre 1803 y 1812 y que con los años se convertiría en su trabajo más digno de consideración. Fue la primera publicación que incluyó crítica de restaurantes en Francia y que tendió una especie de puente entre antes y después de 1789. Marcado por la violencia revolucionaria, Grimod sentía nostalgia por los viejos tiempos pero a la vez, como periodista, se mostraba entusiasmado por la efervescencia de la actualidad. Desde su aparición, el Almanaque fue muy bien recibido por aficionados y conocedores que lo vieron como una guía gastronómica muy práctica y útil para el nuevo modelo de vida que empezaba a desarrollarse. En París, los cocineros de la nobleza, desempleados, abrían restaurantes por doquier. Había que testarlos y para eso estaba Grimod con su peculiar sentido del humor.

Con la Revolución se emprendía, además, una transformación de la sociabilidad placentera de antaño y los teóricos empezaban a preguntarse sobre la glotonería y la gula. Uno de los que reflexionaron sobre todo ello fue nuestro hombre. Su Almanaque estaba destinado principalmente a los nuevos ricos, porque la riqueza es una de las condiciones necesarias para disfrutar de la gastronomía. El contexto que se desarrolla a partir del Directorio muestra cómo después de los excesos del Terror, los parisinos se entregan incondicionalmente a una atmósfera de "epicureísmo reaccionario" en un momento en que comer es, según Grimod, un objetivo en sí mismo.

París se convierte en un vientre en el que convergen los alimentos que el nuevo transporte dirige hacia la principales metas de consumo. Pero la crítica social también está presente en la pluma de Grimod, que bromeaba con los nuevos ricos de la época, llamándolos "grandes Midas". Según él se caracterizaban por su grosería y avaricia; nada ha cambiado demasiado en este sentido si nos guiamos por el espantoso esnobismo que en la actualidad conduce los apetitos desordenados de muchos de ellos en los restaurantes de moda. Sin menospreciar el segundo plano de la vanidad low cost que ocupan los foodies empeñados en convencerse de que saben comer cosas distintas y exóticas a precios moderados.

Mientras que antes y durante la Revolución, la obesidad simbolizó los privilegios y los abusos del Antiguo Régimen, Grimod no siempre consideró el tamaño del cuerpo o la glotonería negativos. Definía la palabra gourmand como un signo capital de la importancia y el estatus que se le atribuía. De hecho, el gourmand, que era sobre todo un hombre y no una mujer, debía poder comer no solo en grandes cantidades, sino en calidades materiales superlativas. La riqueza sí ha cambiado, sin embargo, el estatus corporal.

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