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Gastronomía

Mundo, demonio, carne y pescado

La Iglesia y sus contradicciones alrededor de la mesa: de las preguntas de Voltaire a los papas gourmets

Mundo, demonio, carne y pescado

El historiador y escritor François-Marie Arouet, más conocido por Voltaire, hizo en su Diccionario Filosófico, de 1764, algunas preguntas pertinentes sobre el ayuno de la Cuaresma, el tiempo litúrgico que se avecina. Una de ellas, la más afilada y sarcástica, era si a los primeros que se les ocurrió ayunar se sometieron a ese régimen por orden del médico tras haber tenido indigestiones. Otra, de cierta enjundia culinaria, ¿por qué en los días de abstinencia la Iglesia romana considera un crimen comer animales terrestres y una buena obra hacerse servir lenguados y salmones? Voltaire concluía con un razonamiento incontestable argumentando que si el papista rico hubiera tenido sobre su mesa quinientos francos en pescado obtendría la salvación, mientras que el pobre muerto de hambre que comiese un tocino salado de cuatro céntimos, estaría condenado al fuego eterno. Nadie cargó tanto contra la hipocresía de los privilegios y las bulas, que con el tiempo fueron declinando por su propio y absurdo peso.

La Iglesia católica tiene, sin embargo, interesantes conexiones gastronómicas en sus altas esferas. Y desde sus inicios ha reservado un lugar celestial para sus papas gourmets. Por ejemplo, en el lejano siglo XIII en la corte de Roma se comía langosta trufada y los deliciosos huevos benedictinos sobre lecho de bacalao eran un capricho de Benedicto III, a quien se atribuye incluso la receta. No hay que confundirlos con los famosos huevos Benedict, que gozan de otra extracción distinta.

Durante más de veinte siglos, la cocina vaticana ha brillado por su excelencia y, por encima de cualquier moda, allí se ha comido lo mejor de lo mejor. La primera prueba que tenemos de ello está en Bartolomeo Scappi, el más renombrado cocinero del Renacimiento, restaurador de estómagos de obispos y papas, y autor de Opera, uno de los mejores libros de la época, que sentó las bases de la moderna cocina y que, si no me equivoco, publicó hace años en versión española la editorial gijonesa Trea en un voluminoso tomo. Pío V bautizó a Scappi como el "Miguel Ángel de la cocina". Seguramente muchos de los grandes chefs hayan contraído deuda con él; Alberto Cappati y Massimo Montanari lo citan más que a cualquier otro cocinero o gastrónomo, incluido Artusi, en La cocina italiana (Alba, 2006), un documentado recorrido histórico por la alimentación y la cultura del buen gusto. Lo que sabemos de Scappi nos llega precisamente a través de su obra.

Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento y se sospecha que su muerte se produjo en torno a 1570. Hay quienes sostienen que vino al mundo en Bolonia, otros aseguran que en Venecia o en Varese. En fin, tuvo a su cargo, eso sí, poderosas cocinas en una época en que los banquetes eran la mejor muestra del poder de la nobleza eclesiástica. Sus platos sirvieron para honrar embajadores y cerrar tratados comerciales. En el Vaticano empezó sirviendo al cardenal Lorenzo Campeggi y acabó sus días como cocinero privado del Papa Pío V. Opera es un compendio de sabiduría renacentista. Aporta decenas de soluciones culinarias, innumerables listas de platos, técnicas exclusivas relacionadas con la conservación de alimentos, ideas para organizar banquetes, conceptos dietéticos y de higiene. Scappi es, en este sentido, un verdadero pionero, se dio cuenta ya entonces de que los alimentos sujetos a unas condiciones específicas de salubridad aumentan el bienestar y la calidad de la vida.

Ese mundo se fue estrechando pero no del todo. Quienes hayan visto Habemus Papam, la película de Nanni Moretti, recordarán cómo el cónclave elige al cardenal Melville, magistralmente interpretado por Michel Piccoli, que a regañadientes acepta la propuesta. Sin embargo, en el momento de bendecir a la multitud que lo vitorea en la plaza de San Pedro, en vez de permanecer en el balcón, corre a encerrarse en sus habitaciones. Los cardenales no saben muy bien cómo manejar una situación que jamás se ha producido en el Vaticano. Melville, confuso, en estado de choque, sólo encontrará la paz mezclándose en la calle con el resto de los seres humanos. Encuentra la felicidad en un bar delante de un capuchino y uno de esos bollitos a la crema que tan bien saben preparar los romanos. Francisco, argentino, se decanta por un lugar próximo al Vaticano, del barrio de Prati, para saciar su anhelo con una pizza en Los dos papas, la reciente película de Fernando Meirelles.

Ha habido, como es lógico, santos padres más golosos que otros -a Benedicto XVI le volvían loco los helados-pero la relación que han tenido con la comida por lo general ha resultado un punto sorprendente. Juan Pablo II era un hombre austero en la mesa, se contentaba con los platos sencillos de la cocina polaca. He oído que con motivo de la cena homenaje tras su coronación, se dirigió a sus más estrechos colaboradores para decirles que con pasta y pizza hubiera bastado. No obstante, años más tarde, tendría la oportunidad de agradecer personalmente una trufa blanca del tamaño de una patata que le enviaron desde Alba unos devotos piamonteses. El santo padre dijo en aquella ocasión que era el mejor regalo que le podían haber hecho, dejando sumidos en la confusión más absoluta a quienes lo tenían por un Papa de apetitos frugales y simples.

En cualquier caso en asuntos de gula e Iglesia, la contradicción se ha colado más veces de las necesarias por el hueco que deja el diablo. Independiente de lo que cada ser humano quiera hacer con la Cuaresma, la carne y el pescado.

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