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La mirada del lúculo

La Navidad y otras cosas de comer

Capones, pavos, pulardas, palomas y pichones, bogavantes y langostas Thermidor o Newburg, dos galones de jerez para John Falstaff y una ojeada, de paso, a las ostras del Londres victoriano de Dickens

La Navidad y otras cosas de comer

Siempre que es Navidad y se divisa banquetes, me viene a la cabeza la montaña que encarna John Falstaff, uno de los grandes personajes de Shakespeare. En sus apetitos desordenados cobran vida el jerez, el vino de Canarias y los capones. Los capones eran entonces unos pollos de carne fina, que castraban a los cuatro meses antes que comenzaran a engordar y se sacrificaban cuando pesaban de tres a tres y medio kilos. Un día, estando Falstaff dormido, Hal le pide a Poins, su compañero, que hurgue en sus bolsillos a ver qué trae. Para su sorpresa, encuentra el papel donde anota lo que ha gastado en comer y beber. Poins lo lee en voz alta: "Un capón, dos chelines y dos peniques. Dos galones de jerez, cinco chelines y ocho peniques. Anchoas y jerez para después de cenar, dos chelines y seis peniques. Pan, medio penique". Se lamenta Hal: "Medio penique de pan para una intolerable cantidad de vino". Merece la pena acordarse de esta clase de personajes en Navidad.

Y como hablamos de capones si prefieren otra ave que no sea el pavo -el pavo está algo devaluado, el cordero ya saben y el besugo anda por las nubes- ahí tienen la dulce domesticidad de la gallina más gastronómica: la pularda. Muy apreciada por su carne rica en grasa infiltrada, ha inspirado uno de los platos más reputados de todos los tiempos: la poularde Demidov, que creó el cocinero Casimir Moisson en honor del príncipe Anatole Demidov, extravagante aristócrata ruso de gustos refinados, pufista redomado y un tanto violento. Otras piezas más pequeñas, de gran utilidad culinaria y muy demandadas por los cocineros desde tiempo inmemorial son las palomas, que dejan de llamarse pichones cuando cumplen los veintiocho días de vida. La carne del pichón de cría no se diferencia mucho de otras jóvenes piezas de caza con plumas. Es roja y firme, muy sabrosa, incluso cuando está más cocida de la cuenta. Hay quienes la presentan en la mesa en dos cocciones, para poder apreciar todas sus cualidades y ternura.

La famosa pastela marroquí, la verdadera, consiste en un pasta leve rellena de una farsa de paloma, espolvoreada de canela y azúcar. Alain Ducasse, en su Diccionario del amante de la cocina, trae a colación y a propósito de los pichones a Jean-Marie Amat, uno de los mosqueteros de aquella nouvelle cuisine de los setenta, discreta comparada con la farfolla culinaria actual, que puso de moda unas supremas de pichón untadas con una mezcla de jengibre y miel, asadas a la parrilla, y con una pizca de canela y comino por encima. Se sirven acompañadas de sus menudillos salteados y de cebollitas glaseadas.

Concluyamos con los mariscos que están imposibles por su precio. El gran crustáceo marino decápodo es el bogavante, al que sólo superan, a mi juicio, y sólo de vez en cuando una centolla plena, las mejores quisquillas o las gambas rojas del Mediterráneo. Tiene una particularidad que lo distingue del resto: un jugo natural que se presta de mejor manera que en otros crustáceos a redondear cualquier tipo de salsa. En cierto modo "este cardenal de los mares", me refiero al mejor de la especie, el azul, soporta bien el salteado en crudo, la parrilla o cualquiera de las grandes preparaciones de la historia, el Thermidor o Newburg, típica receta de Navidad en Estados Unidos o en cualquier fecha señalada propicia para un banquete. La langosta o bogavante Thermidor, un plato trabajoso típico fin de siècle, ya apenas se encuentra en la carta de los restaurantes, solo en unos cuantos adictos al viejo lujo. Se sirve con el caparazón cortado en grandes dados, cubiertos de una salsa con una reducción de vino blanco, un fumet de pescado, un jugo de carne, chalotes y estragón, a la que se incorporan bechamel y mostaza. La langosta se fríe en aceite, se asa luego al horno, y finalmente se espolvorea de queso rallado por encima para gratinarla. Demasiado esfuerzo para algo que resulta infinitamente mejor sin tanto envoltorio. Seamos sencillos.

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