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Oblicuidad

La última vez que compré ´Playboy´

Una vez coronado su amigo Donald Trump, hemos de suponer que Hugh Hefner murió con la satisfacción del deber cumplido. El recluso millonario no solo compartía la doble H. con Howard Hughes. El fundador de Playboy amplió el concepto de "estilo de vida saludable", aunque está claro que el nonagenario hubiera vivido más años de haber renunciado a la lujuria en pro de la templanza.

Hefner engrosa el escalafón de especies exóticas, en compañía de Kim Jong Un. Son personajes que sobresaltan las leyes, por mucho que Hegel reservara esta prerrogativa a héroes como Napoleón. Los contemplamos con cierta vergüenza, ahí está la leyenda de que Playboy crecía en los árboles del parque, porque nadie reconocía haberlo comprado. Por irónico que suene, no recuerdo cuándo adquirí la revista por última vez en el quiosco, lo cual demuestra la aceleración del sexo comercial. Y por esotérico que resulte, la alta concentración de texto en sus ensayos me impresionaba casi por encima de sus páginas desnudas de prosa. Reproducía cuerpos, no personas.

En los albores de la interminable transición, Playboy nos llegaba con la textura de un producto plastificado, demasiado perfecto. Solo acertabas a admirar sus cuerpos, situados a la distancia de las figuras de la Capilla Sixtina. No alcanzaba la excitación de Bocaccio, que era la versión de la publicación de Hefner en bikini. Y nos desentendimos de las conejitas que hoy resulta insoportable teclear en cuanto Antonio Asensio creó Interviú, bajo la premisa de que fuera la revista que al editor le gustaría leer, según declaraba en las entrevistas.

Interviú es el Playboy del proletariado, el salto de los cuerpos míticos de mármol a los bíblicos de arcilla. Desnudar a nuestras vecinas significó un éxito del erotismo mercantil. Ambas revistas publicaban en páginas con ropa los mejores reportajes de investigación. La mayoría de escándalos de corrupción que poblaban la prensa seria o con barba habían desfilado previamente por el semanario español. En crudo.

Para entonces, el propietario de la mansión Playboy era un muñeco diabólico, del que no vestirías uno de sus estridentes pijamas ni con la garantía de que podrías darle el mismo uso que el magnate estadounidense. El negocio se iba a pique, las riendas y las finanzas pasaban a manos de la hija. La procacidad embridada de la revista sonaba más anticuada que James Bond, otro falócrata al que Hollywood no sabe cómo matar. Cuesta reciclar los subproductos del puritanismo.

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