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Mujeres afroecuatorianas

Historia de violencia y lagartijas

En el valle del chota ser negro es habitual y complicado, Mucho más si se es mujer. Desde hace siglos la violencia estructural marca sus vidas. Ahora toca redimirse

Azuzena Santacruz, Olga Maldonado, Lizeth de Jesús y Narcisa Egas, frente al Refugio de Oshún. Salvador Campillo - Ayuda en Acción

Determinadas especies de lagartijas logran regenerar su cola tras haberla perdido, normalmente, en disputa con un enemigo natural. Otras salen de los grifos resecos de comunidades del Valle del Chota, en el norte del Ecuador, atrapando las últimas gotas cerca de la frontera colombiana. Son las metáforas de la violencia, conyugal o socioeconómica, que las mujeres afro sufren desde hace siglos en un recodo casi amnésico entre las provincias de Imbabura y el Carchi, donde nueve de cada diez sufren maltratos por parte de sus parejas o allegados.

Durante la guerra fría, la activista Angela Davis argumentaba que no había desventaja mayor en una sociedad machista que ser “mujer, negra y comunista en los Estados Unidos”. Si a la cita se le agregan varios ingredientes más, como la falta de esperanzas económicas (el 90% de la población se dedica a la agricultura de subsistencia), el alcoholismo o el peso histórico del esclavizado, la violencia hacia las mujeres afrochoteñas tiene demasiadas vías de fuga: “Desde la física, verbal o psicológica, hasta la económica, cultural, sexual o laboral”, enumera Lizeth de Jesús, una de las responsables en la zona de la Coordinadora Nacional de Mujeres Negras (CONAMUNE), creada en 1999 a partir de la unión de 140 mujeres en Ambuquí (Imbabura) para tratar de atravesar, lo antes posible, el camino pedregoso hacia la normalidad.

De Jesús, como Nacisa Egas, Azuzena Santacruz o la profesora Olga Maldonado, tratan de vislumbrarlo desde el Refugio de Oshún, una casa levantada hace pocos años sobre la antigua Hacienda de Concepción, donde incluso hasta mediados del siglo pasado un patrón seguía siendo el dueño efectivo del trabajo negro (aunque la esclavitud se aboliera un siglo antes). Como si fuera parte de una catarsis, el centro, una de las líneas del proyecto dignificador apoyado por Ayuda en Acción, sirve ahora, como ellas lo llaman, de “comisaría de la mujer”. Allí se las atiende, se las aconseja legalmente y se las cobija si el incidente persiste.

Egas, conocida entre los hombres de la zona como la metida por sus continuas salidas en defensa activa de otras mujeres maltratadas, explica uno de los últimos casos: “Una mujer vino muy asustada con cortes en la cara y en los brazos. Su pareja la perseguía con un machete y una pistola. Él llegó amenazando que si no le la entregábamos volaría con cartuchos de dinamita la casa de sus padres”. Juntas, consiguieron hacerle frente. Marchó. Pero su cortocircuito hizo que intentara matarla de nuevo en el hospital donde acabó ingresada, tratando de asfixiarla con una almohada. “Finalmente la convencimos para que le denunciara. Ya no ha vuelto a acosarla nunca más”.

El camino a seguir:

Hace 15 años, 140 mujeres fundaron la Conamune para luchar por los derechos de la mujer afroecuatoriana

La vida actual de Jovita Borja, de 50 años, representante de la comunidad en Pichiuco y con dos hijos universitarios, es lo más plácida que puede ser una historia predestinada entre el maltrato y la sordidez. A su abuelo le quemaron vivo por protestar y por intentar escapar de los abusos del capataz de su Hacienda: “Había que dar ejemplo de lo que te podía pasar si desobedecías”. A ella su padre la esposó a los doce años con un hombre de 18, “me sacó de la escuela y me hizo casar, cumplí esa orden por miedo”, explica verbalizando los recuerdos; “perdí la virginidad a la fuerza bruta”. Once años y cuatro hijos después se separó. Pero no iba a ser el final de su calvario. Casi en la indigencia y tras la muerte de dos de sus hijos, tuvo que vivir del contrabando, recogiendo tomate o como trabajadora doméstica en Quito. De esa época, lo único que le hace finalmente llorar es el recuerdo de sus ausencias trimestrales, la culpa por no haber podido evitar la violación de su hija.

“Aquí la violencia es el pan de cada día. A veces es frustrante ver que después de un episodio de maltrato, al día siguiente ves a la víctima cogida de la mano de su agresor ¡como si no hubiera pasado nada!”, se lamenta Azuzena Suse Santancruz, quien aspira a cursar derecho y poder defender así a las mujeres de su comunidad.

Barbarita Lara es coordinadora de la Conamune en la provincia del Carchi y desde hace escasamente medio año, la primera concejala negra del Ecuador, representando a las listas de Alianza País, el partido del presidente Rafael Correa, por el cantón Mira. Para ella, la teoría que repite que el carácter tendente a la violencia del afrochoteño proviene de su pasado como esclavizado, y su visión continuada del maltrato como un estigma aceptado, “se vence con derechos, y no solo sociales y económicos, sino también de participación política, de salud sexual o de etnoeducación”. Es decir, consiguiendo que en los centros de salud haya un pediatra, un dentista o un médico en asistencia preventiva, “y no solo un auxiliar de enfermería como hasta ahora”. O logrando que el Ministerio de Educación ecuatoriano incorpore a los libros de texto la historia y el reconocimiento merecido de los afros como constructores de su sociedad.

Porque, entre otras cosas, en las aulas aún es común la violencia verbal y física hacia el niño o adolescente afrochoteño. Sus compañeros o incluso los propios maestros se encargan de cohibirles: “les llaman idiota o burro, ¡habla bien!, les gritan”, simplemente por hacerlo con palabras adaptadas de su pasado atlánticoafricano.

Ecuador abolió oficialmente la esclavitud en 1851, en tiempos del presidente Fernando Urbina. Pero aunque la ley significó la libertad, no dio ninguna garantía política, económica, social o territorial, y de la Hacienda de trabajos forzados se pasó a otra clase de servidumbre, la del Concertaje o el Huasipungo: el arrendamiento de porciones de tierra a cambio de días de trabajo, muchas veces al servicio de su antiguo amo. Una irónica esclavitud oficiosa que se alargó hasta la reforma agraria de 1964, hace solamente cincuenta años. Con posterioridad, las constituciones de 1998 y, sobre todo, la de 2008 afianzaron unas bases hacia el reconocimiento efectivo de derechos.

Hasta la llegada de Correa (si bien su acción en el tema aún suscita escepticismo), ningún gobierno del Ecuador se había preocupado por el 7% de su población, del millón de habitantes repartidos en los extrarradios de Quito y Guayaquil y en una cincuentena de comunidades entre las provincias de el Carchi, Imbabura, Esmeraldas y El Oro. Si eras mujer había que olvidarse de ayudas, reconocimientos o simples palmaditas en la espalda. “Primero necesitábamos estadísticas, datos con los que poder reclamar nuestros derechos ante el Gobierno. Reivindicarnos como afroecuatorianas. Si no lo hacíamos nosotras no lo iba a hacer nadie”, explican Gina Anangonó y Mercedes Acosta Ni siquiera los hombres negros de la región del Chota-Mira, abrazados como héroes cuando nutren de altura y músculo a la selección nacional de fútbol en una Copa del Mundo (y ya van tres). Muchos de ellos han jugado o juegan en el extranjero. Todavía ninguno ha dado la cara por sus mujeres ni apoyado públicamente su causa.

Las cifras del problema

Entre 2011 y 2012, veinte voluntarias de la Conamune se repartieron por el Valle para tratar de cifrar la incidencia de la violencia estructural de género (hasta entonces no había estadísticas), intentar saber los motivos y poder luchar así a partir de razones reales; “Empoderar a las mujeres con enfoques de identidad”, apunta Maldonado. Las encuestas, además de poner de manifiesto “un secreto de dominio público” como fue certificar que el 90% de las mujeres afrodescendientes sufren violencia de género, desvelaron, por ejemplo, que el 35% de las adolescentes del Carchi quedan embarazadas entre los 15 y 19 años. “Hay que hacer una labor didáctica y preguntarles cómo quieren sentirse y ver su cuerpo a los veinte, si no es preferible acabar de estudiar”.

En la comunidad Mascarilla vive Inesita Folleco. Desde hace varios años trabaja con niños (y padres) de pueblos cercanos para prevenir los abusos sexuales o los embarazos no deseados. Mediante lo que denomina “la caja de herramientas”, les explica con láminas y dibujos cómo cuidar de su cuerpo, su higiene, a saber utilizar un preservativo o a aprender “que no hay que dejarse tocar” o que “tener novio también es compartir, no solo sexo”.

Las cifras en cuanto a la falta de continuidad en los estudios, dan más pistas de las dificultades a corregir. Y es que sólo entre el 50 y el 70% de las chicas entre 15 y 26 años acaban el sexto grado, la educación básica. Después, los porcentajes se desploman entre el 4% que logra acceder a la universidad, el 2% que termina licenciándose y el 1% que, tras ello, accede al mercado laboral.

Barbarita Lara concreta: “Es verdad que hay una falta de incursión del afroecuatoriano y de la mujer dentro de espacios políticos, pero para ello primero hay que resolver la violencia con educación, con un mayor nivel de salud, con agua y alcantarillado que funcione. Lo que no puede ser es que cuando abras el grifo te salga una lagartija. ¡Eso también es violencia!”.

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