Pocos entre los navegantes -a vela o a motor- saben lo que es la Cofradía Europea de la Vela (CEV); menos aún están sobre aviso quienes jamás pisaron la cubierta de una embarcación. Se trata en realidad de un club de amigos promovido desde Galicia por Francisco Quiroga, Gran Maestre de la institución, y un puñado más de amantes de la vela que decidieron poner en marcha el nombramiento de cofrades. A mí me llegó el turno hace un par de años y recibí mi capa y mis insignias en el Ferrol, ciudad marinera donde las haya. Poco a poco se fueron incorporando nuevos miembros y, como no, muchos de ellos de Mallorca y Menorca -me parece que no tenemos ningún ibicenco aún. Así que la semana pasada, y bajo iniciativa de Juan Carlos Rodríguez-Toubes que dirige, de facto, el capítulo del archipiélago, la Cofradía que apenas era Europea al comenzar y ahora cuenta con socios de varios continentes se reunió nada menos que en la capilla gótica del Consolat de la Mar bajo la presidencia de Jaime Martínez Llabrés, conseller de Turismo y Deportes, para celebrar la entrega de diplomas a sus amigos más distinguidos.

A la ceremonia de librado de galardones le siguió un acontecimiento memorable. Una conferencia acerca de las naos con las que Cristóbal Colón cruzó el Atlántico en busca del Japón para toparse con América. Recrear la idea que tenemos de aquellos barcos es en sí mismo algo que a cualquier apasionado por la vela le llega al alma. Pero si, por añadidura, la lección magistral la da un descendiente del Almirante de la Mar Océana, o de las Indias, como también se le conoce, entonces las palabras ganan la condición de libro santo.

Diego Colón de Carvajal, que lleva el nombre de pila del hermano y del hijo mayor de Cristóbal Colón, pertenece a la vigésima generación que desciende por línea directa de quien nunca llevó el título de duque de Veragua. Lo estrenó el hijo de Cristóbal y nieto de Diego aunque fuese a título de consolación por perder la dignidad de virrey y los diezmos de las riquezas venidas de las Indias. Pero el Diego de hoy, cofrade de la CVE, añade la condición de ingeniero naval a su estirpe; suficiente para dar por bien fundamentada su interpretación de las distintas réplicas que se han hecho de las naos -una nao en realidad, la Santa María, y dos carabelas, la Pinta y la Niña- con motivo de los distintos homenajes a la hazaña de 1492. Oír la sucesión de errores, hipótesis descabelladas y construcciones absurdas con las que se han festejado los dos últimos centenarios del descubrimiento de las Indias hace pensar que, como navegantes, hemos perdido los papeles. Es una suerte que el genovés reconvertido en embajador de los Reyes Católicos tuviera más claras las cosas pero, aun así, pudimos saber por su vigésimo tataranieto que Colón sisaba en cada singladura unas cuantas millas para que la tripulación pensase que no habían hecho tanto camino sin encontrar tierra alguna.

Si yo fuese autoridad con mando en plaza o amigo de quienes sacan oro de Internet le encargaría a nuestro Diego Colón que construyese uno de los barcos de Colón. Pero no la Santa María sino la Pinta, la preferida del Almirante. Luego, si me admitiese a bordo, me embarcaría con él en busca de algún imperio por descubrir. Por disparatada que parezca la cosa, es mucho menos arriesgado, absurdo y canallesco que el día a día en el que andamos metidos a la fuerza.