Le encuadran como remedo de Sam Cooke y Otis Redding. Nunca fueron atinadas las comparaciones. Eli Paperboy Reed tiene la garra de sus antecesores, pero es otra cosa. Es blanco. Su soul no suena a negro. Ni peor ni mejor. A estas alturas no vamos a tontear con lo políticamente correcto.

El joven de Massachussets es un portento, tiene tronío, una voz que se crece en escena y, sobre todo, una elegancia natural que encandila al más gélido, pero de ahí a situarle en el mismo lugar que Redding, Cooke o Jame Brown media un abismo.

Su pase por el Teatre de Lloseta dentro de su minigira por Europa que incluyeron el Joy Eslava en Madrid y en el Actual de Logroño –ambos saldados con un éxito incuestionable–, y que cerrará en Londres, fue un aleluya. Coreado, por cierto, por un teatro hasta las trancas.

Noche de sábado como ronronea Tom Waits en uno de sus lamentos. Concierto en el pueblo. Ambiente de birra y ganas, muchas, de fiesta. "A ver si bailo un rato", se escuchaba entre la parroquia. Las féminas descolgaban caderas para hacerse un sitito donde pespuntear pies al ritmo de un inicio espumeante con la banda, The True Loves, que daba cobertura a la entrada del muchacho.

Sí, muchacho, porque el chaval de 24 años tiene pinta de pasante de abogado que hace el bien en casa y por las noches se vuelve un Hyde tempestuoso, agarrado al mastil de su guitarra. Eli Paperboy Reed es un camaleón. Nada es lo que parece. Su espectáculo gira a medias entre el soul, el rockabilly, cierta dosis de funky.

A medida que la noche avanza, los minutos van deslizándose hacia su cénit con temas del último álbum de la banda, Come And Get it, sin olvidar su gran acierto, Roll with You. Al cantante no le basta con el entusiasmo mallorquín. Pide más. Uno de sus músicos enseña a tocar las palmas en clave soul. Lo agradece y Paperboy aúlla.

El buen chico de Massachussets está al margen de las multinacionales. Mantiene ese aire puro alejado de los escándalos de Amy Whitehouse o del almíbar prefabricado de la Carey. Suena a garito de pueblo, esos rincones desde donde suele bullir la mejor música. La que se escucha, ya no entre virutas de cigarro, pero sí agarrados a una birra en una esquina del bar.