"Cada noche es mi distracción. Me pongo después de cenar y son las dos de la madrugada y aún no me iría a dormir", admite Martina Ferriol. Desde su primer contacto con el patchwork, hace poco más de un año, el trabajo de parches se ha convertido, casi, en una obsesión.

"Engancha. No has acabado una cosa y ya estás pensando en la próxima. Además, es una terapia muy buena. Me olvido del mundo, no sé si existe nada más, y me relaja muchísimo", asegura desde el altillo de la mercería de Amelia Miró, donde se reúnen grupos de aficionadas a la puntada. Sobre la mesa, retales de tela, hilos, dedales y revistas extranjeras de donde sacan la inspiración, pero también, de vez en cuando, pasteles y una botella de cava.

"Nos lo pasamos muy bien", reconoce Maria Montserrat Grau, octogenaria pero primeriza en esto de los parches, que se ha embarcado en la aventura de confeccionar un bolso. "Me han dicho que comenzar con esto es difícil, pero me he empeñado", explica en relación a un arte que sólo requiere "mucha paciencia y ganas de aprender".

"Hay diferentes técnicas, según si se cose por encima o por debajo, pero en un mes pueden empezarse a hacer cosas", asegura Miró, y no se refiere sólo a colchas. También a tapices, cuadros, muñecas, costureros, cojines, mochilas, delantales, guantes o incluso ropa, bolas de Navidad o ángeles para colgar en el árbol.

"Esto cada vez va a más", sintetiza Miró, artesana bordadora, sobre una técnica convertida en lujo, aunque naciera por necesidad. En concreto viene de las cruzadas y de los colonos americanos, de una época en la que las esposas se afanaban en reciclar las telas que cubrían a los guerreros bajo la armadura, según ilustra la profesora, que viajó un tiempo atrás a Filadelfia junto a una de sus alumnas para visitar la colonia de los Asmish en Filadelfia, "la cuna del patchwork".

Ahora, en cambio, los trabajos de parches se venden a precio de oro. "Las telas son caras", justifica Miró. Unos 16 euros cuesta el metro cuadrado, aunque se garantiza su aprovechamiento. "No se desperdicia nada", sostiene la propietaria de la mercería. De hecho, se trata de eso. De unir trozos de tela de la mano de un patrón y crear con ellos diseños que gustan a grandes y pequeños, como quedó probado en una reciente exposición en la Casa Catalana. "Vinieron todos mis hijos, hombres, y les encantó", explica Grau. Ningún varón, en cambio, se ha apuntado aún a los cursos, aunque tiempo al tiempo. De hecho, ya hay un hombre en los talleres de bordado, y otro se unirá en breve al grupo junto a su esposa para comenzar con un trabajo cuyos frutos son siempre un regalo de recibo.

mercería marcats i brodats amelia C/ Francesc Pi i Margall, 28A. Palma.

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