Ante todo no pestañear, ordenan los manuales para aspirantes a actor, pero José Luis López Vázquez bajaba magistralmente la mirada. También musitaba como nadie, frente a la soberbia estentórea de sus colegas. Si Fernando Fernán Gómez encarna las esencias quijotescas de una hidalguía destartalada, y Alfredo Landa simboliza al pícaro que prospera porque ha descubierto que el mundo está desnudo, el protagonista de El cochecito resume al burócrata nacional, que vive a regañadientes y agradece que un general introduzca una semblanza de orden en esa broma pesada.

En un país más dotado para la metafísica que para la cocina de puchero, López Vázquez adquiriría profundidades kafkianas. Aquí se bautizó él mismo de "insignificante", en cuanto desprovisto de galanura. Acomodaticio y enfurecido, reanimaba en la pantalla al español que metería en la cárcel a la mitad de sus conciudadanos. Su conformismo de pequeño funcionario incubaba las perversiones que ve florecer conforme avanza el siglo, desde el adulterio ilustrado al divorcio legalizado, el catálogo completo del libertinaje.

Con la mirada gacha, dio en la pantalla al depredador desdentado cuya salivación obra el prodigio de reducir a las mujeres a hembras. Nunca quiso representar más de lo que era. Fue su método. Parece fácil. Sólo cuando él lo practica.