Encontrar un tupper no acostumbra a ser empresa fácil. Ni siquiera en el hogar, donde yacen hacinados en un imposible caos de cuerpos y tapas. Mucho menos fuera de él, reconvertidos ahora en preciados y ocultadísimos tesoros por los practicantes del geocaching. Cerca de 400.000 de estos neocofres (caches) reposan escondidos por el planeta; 600.000 rastreadores se divierten con su captura. Brújula, mapa y un terminal GPS son los instrumentos que caracterizan a los nuevos Indiana Jones. Las coordenadas geográficas, otro necesario detalle, los anuncia previamente el tesorero.

Internet se ha convertido en el punto de encuentro de adictos y aficionados a este nueve deporte. La web geocaching.com, sitio creado "con el único propósito de promoverlo", es la referencia mundial. Allí se dan de alta los nuevos geocachers, se anuncian (por zonas) las localizaciones aproximadas de los tesoros, y se tasa la dificultad estimada que comportará su hallazgo. El desafío está servido, a la espera de que algún buscador decida asumirlo. Y no lo hará, ni mucho menos, por la recompensa material que le espera, pues la satisfacción implícita al descubrimiento es su principal estímulo. Amén de haber convertido una excursión cualquiera en una divertida peregrinación. Los tesoros del geocaching no encierran oro pirata, joyas añejas. Sí juguetes y toda suerte de pequeños objetos, según el antojo de su creador. El único elemento común -de consensuada inclusión- es un librito de visita para dejar constancia del "yo estuve allí". El bolígrafo (lápiz para zonas muy frías, la tinta podría congelarse) también se agradece. El explorador no siempre sale de casa con uno en la mochila.

Otra tácita convención invita a los sabuesos triunfadores a dejar algo a cambio en el cofre. En el supuesto que decidan hacer acopio de una parte del botín, una acción no obligatoria. De esta manera el contenido mutará con el paso del tiempo, testigo mudo del número de manos que lo han conseguido sobar. El juego se mantiene vivo de esta manera. Y con ello la ilusión de los jugadores, que atisban algo de trascendencia en sus acciones.

Mallorca juega

Localizar en el mapa a los geocachers mallorquines es más complicado que topar con sus tesoros. Son pocos, todavía, y se esconden bajo el anonimato que confiere su alias virtual. Eckbert Waldleben -´Quad-master´- es uno de ellos, un teutón residente en Camp de Mar que compagina la gestión de una empresa de deportes de aventura (Quad Mallorca) con la habitual práctica de este deporte. Veterano jugador, confirma la escasez de colegas en la isla. "Somos cuatro, cinco", ratifica tras un breve repaso mental, "tres alemanes y dos españoles".

Su carrera en el geocaching comenzó hace tres años; "un hobby" que descubrió "gracias a un amigo" y que se ha convertido "en una droga". Su aportación al juego se traduce en veinte botines ´enterrados´, aproximadamente un 10% de los tesoros que descansan en Balears. El cementerio y el puerto andritxol, las cuevas de Campanet o el castillo de Sant Elm guardan algunas de sus fiambreras.

El número de caches escondidos en la isla roza los doscientos. "Ha crecido mucho en los últimos años", se congratula Waldleben. Sus depositarios, principalmente "turistas de paso", han sembrado el territorio, minando con ahínco el perímetro litoral. Desde el Cap de ses Salines al faro de Formentor, en un recorrido periférico especialmente nutrido en la Serra de Tramuntana. Palma, también sembrada, oculta una decena de tesoros, la mayoría de pequeño formato y de baja dificultad. Una buena manera de iniciarse

´Geocoins´ y ´Travelbugs´

El geocaching dinamita sus reglas con cierta frecuencia. Se reinventa con asiduidad. Lo que comenzó como una reactualizada búsqueda del tesoro ha derivado en un conjunto de variantes donde una parte del propio botín cobra vida propia. Así, las geocoins y los travel bugs se incorporaron al contenido de los cofres para animar un poco el juego.Y para dotar de una mayor retroalimentación entre sus jugadores. Las primeras son monedas especiales creadas por geocachers a modo de tarjeta personal. Cada una lleva asignada un código que permite saber -vía internet- hasta que parte del mundo ha llegado (en el caso de que el propietario las incluya en su tesoro y permita su recogida). Los segundos, ´insectos trotamundos´, son unas placas -también con un exclusivo número grabado, normalmente amarradas a un objeto- que solicitan al que las encuentra realizar algún tipo de acción con ellas. Desde geocaching.com también es posible localizarlas por el globo.

Esta necesaria comunicación virtual entre los geocachers se traduce ocasionalmente en encuentros de carne y hueso. El propio Waldleben se encarga una vez al mes de organizarlos en la isla. El pasado viernes se juntaron ocho. En marzo fueron cerca de ochenta, arribados de todo Europa. El intercambio de experiencias y, sobre todo, de nuevas y "locas" ideas permiten pronosticar una larga vida al juego. Y su crecimiento exponencial en el archipiélago balear.

El que todavía no se haya iniciado y guste de hacerlo necesitará un mínimo de 100 euros, el coste aproximado del terminal GPS más asequible (los más exclusivos pueden alcanzar los 1.000). Hacerse con un buen mapa de la zona que se quiere rastrear es también muy recomendable, al igual que portar una clásica brújula. El siguiente paso es registrarse, anunciar la llegada a la comunidad. Internet gestionará con eficacia los datos del nuevo jugador. Y le permitirá entonces comprobar cuáles son los tesoros que tiene más cerca de casa. Aconsejan los veteranos comenzar por los más asequibles (una estrella de cinco posibles). Siempre habrá tiempo para complicarse la existencia.