e nos enseña, y lamentablemente hemos aprendido, a buscar la felicidad en el goce instantáneo de la posesión de las cosas, en la fugaz ráfaga de satisfacción narcisista que se obtiene al conseguir una meta o en el vanidoso placer de superar un objetivo en el que otros han sido derrotados. Y lo más triste es que en más de una oportunidad no nos damos cuenta a tiempo de que el rumbo que anima nuestro esfuerzo ni siquiera ha sido el resultado de un deseo personal o de un sueño propio. Corremos desesperados detrás de apetencias o proyectos que muchas veces no surgen desde adentro si no que se instalan impuestos por la sociedad de consumo, sin tener en cuenta que para ella no somos personas buscando legítimamente ser felices, si no tan solo potenciales compradores de lo que algunos podrían vendernos. Este engaño asistido se completa cuando "confirmamos" que el camino elegido es el correcto al escuchar los aplausos de aquellos que envidian vernos en el lugar en el que ellos les gustarían estar.

No escribo esto por menospreciar el placer que se siente después de un objetivo cumplido o después de haber conseguido lo deseado, y mucho menos intento negar el alivio que llega automáticamente al arribar a una meta perseguida durante años. Solo me permito llamar la atención sobre el hecho de que estas sensaciones de ´bienestar´ duran demasiado poco como para hacer de ellas algo tan importante como para significar nuestras vidas. Es más que evidente que apenas uno llega adonde tanto deseaba llegar, apenas uno tiene lo que tanto quería tener, apenas uno es lo que siempre quiso ser, debe inmediatamente buscar otra meta, encontrar un nuevo norte, definir un nuevo objeto de deseo, hacerse nuevas promesas para el futuro. Como si necesitáramos hallar algo que nos permita permanecer en el mundo de los inquietos perseguidores de un logro máximo que nos dará (supuestamente) la tan deseada seguridad que nos permita sentir la felicidad plena.

Invadidos por este esquema nos rodeamos de cosas que no necesitamos y de objetos que nunca usaremos. Tenemos en casa cientos de libros que no hemos leído y trabajamos para poder depositar en nuestra cuenta los ahorros que no sabemos si llegaremos a disfrutar. Llevamos en nuestra espalda una mochila sobrecargada de información inútil y una agenda llena de nombres de personas a las que vemos demasiado poco.

Los precios que se pagan por esta especie de locura compartida que coloquialmente se conoce como estrés, cambian considerablemente de persona en persona pero siempre son caros, aunque lo peor no sean los costos si no que estamos tan acostumbrados a ellos que han dejado de aterrarnos.

Ansiedad, labilidad emocional, incertidumbre y pequeños miedos cotidianos son minimizados e interpretados como una consecuencia ´natural´ de vivir en esta época. Pérdida de memoria, disminución de la capacidad de concentración, insomnio y hasta cierto grado de depresión, son tomados como problemas lógicos de la vida en un mundo competitivo. Las enfermedades psicosomáticas, desde las disfunciones sexuales hasta la peligrosa hipertensión, son tratados como meras patologías del cuerpo que un medicamento puede o debe curar.

La historia de hoy no es un cuento, y mucho menos un cuento de Navidad, pero me parece importante compartirlo con usted.

Hace muchos años, un científico dedicado a estudiar la conducta animal diseñó y ejecutó el siguiente experimento. Colocó en una jaula de alambre un perro. Conectó la jaula a una fuente eléctrica de bajo voltaje y estableció un mecanismo que hacía sonar una alarma y descargaba una corriente a la caja, que si bien no podía matar al animal, lo incomodaba gravemente. En la jaula había un botón que al ser accionado interrumpía el paso de corriente eléctrica. El perro aprendía después de descubrirlo accidentalmente que evitaba la molesta descarga si apretaba el botón apenas sonaba la alarma. La crueldad del experimento comienza aquí: habiendo aprendido el perro como parar la descarga, el científico anula el efecto interruptor del botón y durante varios días hace pasar la descarga presione o no el animal el botón de la jaula. Pronto el perro se resigna a su suerte y solamente se refugia en un rincón intentando tocar la jaula lo menos posible para intentar soportar mejor la agresión eléctrica.

Lo más llamativo del experimento es, que si después se reconecta el mecanismo de "salvación", el animal ya "condicionado" a soportar su castigo, ya no se queja ni hace nada más para evitar su dolor, ni siquiera vuelve a pulsar el botón.

Es mi deseo para usted querido lector, que estas navidades le acerquen los recursos para llegar a tener todo lo que desea y merece, pero también que le nazca renovada fuerza y decisión para no aceptar lo inaceptable, para no resignarse a lo que no le parece justo, para no acostumbrarse al sufrimiento propio o ajeno, para no abandonar los sueños ni aún dormido.