Los acontecimientos históricos no siempre se anuncian con pompa y circunstancia. Y, en sentido contrario, los clarines y trompetas no aseguran en todos los casos un acontecimiento de gran envergadura. El nacimiento de la infanta Leonor marcó ayer un hecho singular. No sólo por la parte humana y digamos sentimental, sino también por las consecuencias dinásticas y políticas de largo alcance que plantea. ¿Pero es consciente de ello el ciudadano de a pie?

Para empezar, este mismo cronista empezó el día en orsay. Entré en la redacción un poco resacoso, y el redactor-jefe me dijo lleno de entusiasmo: "Ya puedes entrar en el tema Leonor". Yo le miré entornando los ojos, con la convicción de que la prolongada carencia de vacaciones le había perjudicado el cerebro. ¿Leo...qué?

Finalmente, enterado del señero acontecimiento, recibí el encargo de buscar en la calle la repercusión de nacimiento tan principesco. Mi plan era sencillo: pasar primero por lugares de bastante aglomeración, escuchar los comentarios, después recorrer varios bares y acabar en un local de menús con la tele conectada al telediario de las tres.

Empecé por varios bares del Polígon de Llevant. Siempre están muy animados y con la tele en marcha. Pero bebí dos cervezas en vano. La gente discutía del puente de Tots Sants o de un robo que acababa de suceder aquella misma noche. Pasé por el mercat de Llevant, con los oídos bien abiertos. Otra cerveza. Un grupo de mujeres con un cochecito parecía prometedor. "Le compramos eso entre todas, ¿eh?" "¡Un regalo a la Casa Real! ¡Qué exclusiva!" Pero, oh decepción, resultó que era para un cumpleaños. Estuve veinte minutos espiando incluso al matrimonio con un perro que, cargados de bolsas de pienso para ídem, no paraban de hablar por teléfono. "Idò, fes fava parada!"

Algo desesperado, pasé entonces a la mayor concentración humana que tenía a mi alcance. ¡Las colas de Tráfico! Decenas de personas amontonadas, compartiendo una larga y tediosa espera. Hablaban de los años de su coche, del pago de multas, de sus negocios. Pero ni un solo comentario sobre la infanta Leonor.

Volví a la ruta de las cervezas. Un bareto muy agradable, cuyo propietario también ama los libros. Estaba él solo, con la radio puesta. Por fin alguien interesado, me dije con ilusión. Pedí un quinto. "¿Qué le parece eso de la Infanta?", sugerí.

El hombre hizo un aspaviento. "¿Qué qué me parece? Estoy hasta los c... Llevo desde las seis de la mañana escuchando lo mismo". Me quedé un poco cortado. "¿Pero la gente de su bar no se interesaba por el tema?" El hombre chasqueó la lengua con disgusto. "La gente pasa de eso. Sólo las señoras esas de peluquería. La gente normal se preocupa en buscarse la vida. Hay cosas mucho más importantes que esa. Con las cosas que pasan en Palma y tenemos que hablar de eso".

Pegué un trago a la cerveza para consolarme. "¿Y sabe qué es lo peor?", me dijo casi sulfurado. ¿Qué? "Los periodistas. Estos periodistas allí delante de la clínica. Doscientos periodistas haciendo guardia. Yo los llevaría a una corrida de toros". Acabé la cerveza de un trago y salí del local.

En el siguiente bar tuve un poco más de suerte. Alguien comentaba la contradicción de que el PP se resista tanto a cambiar la Constitución a raíz del Estatuto catalán y sin embargo se deba cambiar la "ley Sádica (sic) esa". "A ver cómo lo explican". Pero poco más.

Caminaba por las calles del centro dando ligeros tumbos. No sólo por la cantidad de cervezas ingeridas en cumplimiento de mi deber periodístico, sino también para escuchar las conversaciones de los viandantes. Eran de lo más curioso. "Si te pones vinagre en la piel te irá muy bien". "Le dio una paliza a su ex", "cuando me regalaron ese móvil", "tengo una fotocopia de la residencia", "sa mare d´en Pau deu tenir 50 anys". Pero ni un solo comentario sobre el tema.

Hora de comer

A las tres me coloqué en un bar de comidas, delante mismo de la televisión. Para mi asombro, ninguno de los presentes parecía interesarse por las imágenes de la Clínica Ruber, ni por el rostro sonriente de los Reyes. Un hombre miró la pantalla de reojo. "Ja menjarem de Infanta, ja...".

Pedí unas aceitunitas y otra cerveza. Aproveché para preguntar al camarero: "¿Ha habido mucha expectación por el tema?" Se encoge de hombros. "Què són de pesadets. Porten des de les sis del dematí així".

Su vecino de mesa tercia: "Bastava amb dir: ´Ha estat nina i ha anat bé´ i ja està". El propietario entra entonces en la conversación: "Estoy convencido de que han hecho coincidir el anuncio con el aniversario del anuncio del compromiso. Seguro que ya sabían que era niña. Por eso el Rey dijo tan rotundamente que no se llamará Juan Carlos".

Pero ni siquiera esas controversias atizan el fuego. La gente sigue a lo suyo, y la televisión predica en un semidesierto. Pido otra cerveza para consolarme. Sólo cuando vuelvo a la redacción me cruzo con un hombre bastante cargadito de alcohol que habla solo. Me mira con unos ojos nublados por el vino y dice: "¿Qué pasa, ellos tienen sangre diferente porque son reyes?".