Al lector abrumado por el caudal de noticias publicadas estos días sobre el caso del Goya desaparecido, habrá que pedirle paciencia. Llevo casi dos años al frente de esta reclamación -que el Goya retorne a la sede de la Fundación- y he manejado tanta literatura jurídica, he depositado tantos documentos notariales, he firmado tantas cartas al Govern balear, que difícilmente sería capaz de resumirlo todo en un único escrito.

Pero los hechos esenciales sí que pueden contarse eximiendo al lector del alambicado recorrido que me he visto obligado a transitar. Bartolomé March donó el Goya a la Fundación que lleva su nombre, y mediante el mismo gesto entregó a la sociedad balear uno de sus más destacados bienes artísticos y patrimoniales. Para ello firmó cuanto requisito testimonial fue necesario. Depositó el acta de donación en la notaría y también en los archivos del Govern balear. Después de su fallecimiento, el Goya desaparece de la sede de la Fundación. Obedeciendo las obligaciones y responsabilidades legales que me corresponden como Director General y apoderado de la Fundación, reclamo el Goya. Poco después, y en un acto de clamorosa indignación, los poseedores del Goya votan mi destitución fulminante.

Cualquier aficionado a las novelas de misterio comprobará que en el caso Goya el suspense ha sido decepcionante. El más destacado mecenas que hubo en nuestro archipiélago entrega a la sociedad una de las joyas de su impresionante colección de arte y, mientras su cadáver se enfría en el ataúd de aquella calurosa tarde de verano de 1998, en París, alguien comprueba en Palma que hasta los cuadros tienen patas.

Nada sucede todavía que pueda sostener el interés de un lector ávido de emociones. Asistimos al clásico espectáculo post-mortem de las voluntades perdidas. La epopeya literaria nos acostumbró a creer sagrado el deber de cumplir la voluntad de un moribundo, pero los expertos en manejar herencias saben cómo se entregan los vivos al jolgorio del banquete fúnebre. El muerto al hoyo, y el vivo al bollo.

Sólo un accidente podía alterar el presumible curso de los acontecimientos. Pero nadie quiso temer lo imprevisible. Se elaboró un silogismo encogido y se creyó que, al recitarlo, el mundo ordenaría mágicamente la realidad y todo permanecería secretamente oculto en el inmenso baúl de la memoria. Si todo el mundo olvida que Bartolomé donó a su Fundación un Goya, nadie recordará que Bartolomé entregó a la sociedad un Goya.

Ya habrá oportunidad de saber cómo apareció la pista del papel perdido que conducía al Goya perdido. Pero hoy debemos centrar nuestra atención en el insólito acontecimiento celebrado el pasado lunes en esta luminosa y sombría ciudad de Palma. Pocas veces en la historia reciente de las instituciones democráticas españolas habrá podido tener lugar un desmán semejante, cometido con tanta desfachatez como ignorancia ante los sorprendidos ojos de una opinión pública aletargada por la pereza pero alarmada por el estruendo de la ruidosa impunidad gubernamental.

El gobierno de Jaume Matas puso el aparato de comunicación del Consolat de la Mar y la dignidad institucional de la administración que preside al servicio de unos particulares. El sentido común nos llevaba a sospechar que sería la Fundación creada por Bartolomé March la que recibiría el amparo del gobierno. No sólo en cumplimiento de las leyes, sino por el imperativo estético de la moral es lo que venimos solicitando desde el mes de diciembre de 2003. Pero ayer tuvo lugar una impresionante declaración de complicidad: el servicio de prensa del Govern puso la web, el fax, los teléfonos y cuanto medio sufragan los ciudadanos, al servicio de los particulares que retienen el Goya en su casa.

El Govern, en su comunicado oficial, afirma que los patronos de la Fundación no retirarán la demanda que reclama el Goya y dando por bueno el testimonio particular de los implicados, declara ante todos los ciudadanos, jueces y abogados de esta ciudad que ya no es necesario apresurarse para proteger el patrimonio fundacional que ayer mismo estaba en peligro de extinción.

Esperemos que algún día el Govern balear divulgue en su web la abundante documentación entregada por la Fundación para denunciar el peligro en que se encuentra su patrimonio.

(*) Basilio Baltasar es Director General de la Fundación Bartolomé March.