Ni viendo películas españolas consigo llorar en los cines. Llorar por los cines me cuesta mucho menos, derramo lágrimas por su desaparición en estampida. Egoístamente, forman parte de mi educación sentimental, pero es más grave la herida que se inflige a la atmósfera urbana. Paulatinamente, la ciudad se encamina hacia tres megacomplejos -y uno de ellos sobra- en los márgenes de Palma, y un Renoir para que nos creamos cultos. Con este esquema se atrapa a los adolescentes centrífugos, pero la exhibición aleja para siempre a miles de clientes urbanos que se resignarán al DVD.

La muerte del Chaplin, con su aureola de oro de Moscú, no sólo marca la extinción del elitismo de izquierdas que practicábamos los jóvenes de derechas. El vanguardista Olives sembró el germen del multiplex, que acabaría por devorarlo. La multiplicación de pantallas supone un espejismo. Gracias a esta epifanía, hasta 18 salas mallorquinas ofrecen Shrek 2, atomizando en aforos de 200 butacas a los espectadores que antes se congregaban en grandes odeones. El truco equivale al puesto en práctica por la globalización, la proliferación de outlets donde se expende el mismo producto, la homogeneización a través de una mayor oferta ficticia. Mientras tanto, Capturing the Friedmans sigue sin estrenarse. Y a quién le importa, por otra parte. La trilogía que inauguró los Chaplin -Sacco e Vanzetti, Jonás, La grande bouffe- forma hoy parte de la leyenda.

El cine, como todas nuestras emociones, se ha trivializado. Sorprenden las personas que declaran que no han hecho nunca el amor en esas salas. ¿A qué van entonces? La relación con la película, alentada por la oscuridad, es puramente sexual. No se establece con los acompañantes, ni con la actriz principal, sino con la historia y la forma tan peculiar de contarla. Son aventuras de una noche, las más memorables, y con los Chaplin se disuelve el matrimonio más estable de cientos de mallorquines.