Pablo Iglesias llega hasta la antesala del plató fotográfico dentro de un coche. Ya no puede andar por la calle si quiere ser puntual: la gente se lo come a selfies, le cuenta sus vidas. Combina sonrisa educada con mirada estoica. En el estudio ocurre lo mismo. Se lo comen a besos. Coincide con otra sesión de retratos de mujeres. La primera es la modelo Laura Ponte, que se declara podemita entregada. La segunda, una Aitana Sánchez-Gijón a medio maquillar que lo abraza y le dice: "Cuidad la cultura, por favor, que tampoco le hacéis demasiado caso". Iglesias asegura que toma nota. Se dan los teléfonos. Carmen Elías también le jalea, y las tres, con voz aniñada, le suplican a Outumuro una foto. Mejillas rojas. Runrún excitado. Posan. "Traedme más a este lugar, por favor", bromea Iglesias, como si quisiera ir un poco de macho alfa.

Cargado de hombros, sosegado, su postura corporal se halla en las antípodas del estilo del hombre que con una mirada hace subir las acciones en la Bolsa. Su galanteo es blanco. Ya lo advirtió Alberto Garzón: "En seducción le gana Pedro Sánchez". Lo suyo es la dialéctica. "Tanto el estilo de Alberto como el de Pedro es el que cualquier madre desearía para sus hijas? Ahora, si después les preguntan a las hijas, a lo mejor el resultado sería diferente", replica. Él es un Robin Hood vallecano, un profesor mal pagado que pasó de la teoría a la práctica. Su postura es clave para la gobernabilidad de España.

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