Al menos un millón de seres humanos se proclaman mallorquines, aunque no siempre poseen las credenciales que franquean esta adscripción. Los más conspicuos insisten en que, al haber elegido Mallorca para nacer, se garantizan las virtudes congénitas de la tierra. Cuánta desorientación. Ya que no me lo preguntan, la esencia insular puede comprimirse en cuatro palabras. Ante la duda, abstenerse. Y en ausencia de dudas, abstenerse con mayor fuerza, porque la claridad implica que aquí hay gato encerrado.

Mallorquines por omisión salvo que la comisión sea económica, censuramos el pronunciamiento como el crimen por antonomasia. Quien se atreva a expresarse, será rociado con el spray de un veredicto letal, "¿ y éste qué quiere?" Toda acción recibirá un reproche unánime. No sólo será criticada por quienes reciben sus efectos, también y sobre todo por quienes la contemplan. El mallorquín es el árbitro que nunca pitará un penalty flagrante en los minutos finales del partido. Ajusta cada decisión a su pasión por no influir en el resultado. Procede por defecto, minimiza los daños desde la opción menos invasiva. La inacción asume riesgos superiores que la toma de decisiones, pero sin el inconveniente de que te culpen de ellos.

No vamos a enumerar la larga lista de personas que han abusado del carácter inhibitorio de los mallorquines. Dado que la idiosincrasia es irrenunciable, nos aferraremos a sus ventajas. Verbigracia, no deja lugar para héroes, lo cual facilita la convivencia. Los nativos aguardan a que termine la carrera antes de manifestarse, y después tampoco aplauden al vencedor. Para disfrazar la propia inclinación, lamentan cada suceso como si fuera inevitable y digitado desde los cielos. La catástrofe debe ser absoluta, sin posibilidad de una redención que autorice a intervenir en ella. El mapa de Mallorca demuestra que siempre se actúa demasiado tarde, pero las secuelas serán pagadas por los futuros mallorquines, todavía ignorantes a estas alturas de las características de su raza.