Cada cien años, un mallorquín corona cotas universales, inalcanzables para los nativos de la vecina España. El siglo XX pertenece a Juan March Ordinas –a quien Churchill se refería en términos encomiásticos–, y Mallorca no conoce nada semejante hasta que el siglo XXI alumbra a Rafael Nadal –a quien Michelle Obama sigue desde la grada–. Han arrodillado a sus rivales planetarios, desplegando una energía tan intachable como intransferible. Repetimos, intransferible, porque ambos prodigios individuales arrastran una plétora de familiares a quienes el vulgo cree contagiados de la emanación divina.

Cuando empecé a escribir en un periódico, sólo podías teclear las cinco letras M-a-r-c-h en posición de firmes, y con el riesgo probable de que fueran suprimidas del texto si no transpiraban la devoción reglamentaria. La atmósfera en torno al clan bancario era irrespirable por empalagosa- Los aristócratas palmesanos de opereta habían aprendido a simular un respingo con formato de escalofrío, cuando pronunciaban el apellido sagrado. Este papanatismo cortesano contrasta con el sano escepticismo mallorquín y, al curarnos tardíamente de la vergüenza, jamás imaginamos que se reproduciría con intensidad comparable.

Otra vez las cinco letras. Los N-a-d-a-l son los nuevos March, con adoradores tan ridículos como en la primera edición. Dada la tendencia a enfundarse el burka familiar, habrá que recordar con cierto embarazo en pleno 2011 que cuñados y primos de Rafael Nadal no comparten sus virtudes inigualables, y que sólo uno de sus tíos es responsable de su formación tenística, el único aspecto reseñable de su biografía y de su clan. Verbigracia, me importa un bledo quién sea el tío o el abuelo de Michael Jordan, y me parece ridículo el énfasis estupendo al mencionar a "los Nadal". Además, la supresión del servilismo no está reñida con el negocio. Los March siguen rematando sus objetivos económicos –Son Espases-, y Mallorca es un vasto territorio para forrarlo íntegramente con la carpintería metálica de Manacor.