A menudo, una columna como ésta suscita un montón de comentarios o tres, hoy propagados por internet. Se observa de inmediato que la mayoría de exégetas no se han molestado en leer el artículo antes de verter su opinión. Gracias a esta precaución higiénica, su prosa no está contaminada por el pésimo estilo de la pieza original. Conforme se apelotonan las contribuciones, los nuevos intérpretes a lo sumo han ojeado el comentario precedente, y solo si tiene menos de tres líneas. Me atrevería a decir que ni siquiera leen lo que ellos mismos han escrito, un hábito que les emparentaría con la mayor parte de la literatura contemporánea.

Ustedes esperan que ahora les sermonee sobre la degradación de una sociedad en que la experiencia ha sido reemplazada por el comentario. Han vuelto a equivocarse. He venido a compartir mi agradecimiento, porque los comentaristas no se han preocupado por lo que he escrito, pero han adivinado lo que en realidad pensaba y no me atrevía a escribir. Su discurso es absurdo al compararlo con el texto publicado, pero golpea en el meollo de lo que piensa el articulista. Rellenan los huecos de la columna, y le confieren la consistencia que exige por propia definición. Son los psicoanalistas del autor, verifican la acreditada tendencia del ser humano a curar a sus semejantes de los males que no consigue erradicar en sí mismo.

Internet no es una revolución, sino una exasperación de comportamientos pretéritos. Umberto Eco narra el erudito y animado debate que sostuvo sobre una película que ni el semiólogo ni su interlocutor habían visto. Sin embargo, la idea de que la lectura estorba la comprensión del texto analizado es un concepto decadente por postmoderno. Hoy somos tan parecidos –gracias a que hemos recibido los mismos impulsos millones de veces–, y mantenemos un grado de compenetración tan elevado con el entorno, que no necesitamos que una persona se exprese para averiguar lo que piensa. Incluso lo que debería pensar, en los casos más aventajados.