Conocí a Luis María Pomar cuando él ya era un joven impetuoso. Ha muerto nonagenario y con la curiosidad intacta. Encarna al burgués ilustrado –especie a perseguir en Mallorca– y al auténtico liberal, un término prostituido por quienes lo usurpan para militar en el conservadurismo más rancio. Entre los numerosos motivos para traerlo a este rincón, Pomar ha sido a menudo la energía tras estas columnas, y sólo en lo que hayan tenido de apreciable. Ahora que la isla ajusta cuentas con sus personajes caducados, él no tuvo que cambiar de opinión a toda prisa sobre Jaume Matas y las fechorías de su Govern, a diferencia del selecto círculo social que le escuchaba atentamente para no hacerle caso y tildarlo de rojo.

He utilizado "fechorías" porque era una de sus palabras fetiche. Luis María Pomar amaba irremediablemente la escritura –tan pautada que en el guión de sus conferencias incluía las pausas para beber agua–, pero su revelación y su rebelión fueron los comentarios radiofónicos en el programa de Marisol Ramírez. Allí denunció la delirante bacanal del penúltimo Govern con un lenguaje de arenga desolada, y de general vencido pero nunca en retirada. Todos recordamos dónde nos encontrábamos el 14-M. Ese día compartí una tertulia con él, preguntándome en qué momento se había convertido en el más atrevido de nosotros.

Luis María Pomar encabezó la nómina de la resistencia, un comando de ciudadanos seniors –pienso en Miquel Barceló, padre del pintor de idéntico nombre– que se negaron a doblegarse durante el despotismo ahora descuartizado en los tribunales. Llamaban a la redacción, jaleaban, demandaban un esfuerzo superior, se significaban impávidos. Mientras tanto, socialistas y pesemeros con carnet babeaban ante la hegemonía del PP que ellos mismos habían fabricado. No pude seguir a Luis María Pomar en su cruzada antitaurina, tal vez por alergia a la izquierda profesional. Siempre le agradeceré su constancia en propugnar que la razón acaba por imponerse, la ilusión más bella que puede perseguirse hoy.