El argumento irrefutable de que un corrupto de raza no deja de robar ni aunque lo lleven esposado, no explica el clamor corporativo de la clase política ante la imposición del protocolo a presuntos delincuentes que no sólo se han esforzado en crear un país, sino también en saquearlo. Las vestiduras rasgadas lanzan en primer lugar el mensaje de que la corrupción no es un delito grave. En segundo, cercenan la maligna libertad de expresión, colocando la crítica a los supuestos ladrones al borde del delito. Amén del aforamiento, reclaman la creación de la categoría Vip en el traslado de detenidos, con furgones acolchados y esposas Louis Vuitton.

A tenor de las instrucciones judiciales en curso, buena parte de los corruptos han pagado elevadas sumas por ser esposados en prostíbulos, o incluso azotados. En Estados Unidos, cuyo sistema de libertades reflejamos pálidamente, Madoff compareció convenientemente esposado y, si hubiera robado al Estado, se le encadenaría de manos y pies con un mono naranja. Fue condenado a 150 años de prisión, mientras los políticos plañideros se encargaron de que las penas por las fechorías de sus colegas fueran pecados veniales. En la cárcel también hay clases.

El movimiento político "no sabe usted a quién está esposando", vinculado a los entusiastas de los delitos de Polanski, no enarcó una ceja cuando criminales de baja extracción eran exhibidos generosamente en los juzgados. Al contrario, se les entregaba para solaz de la plebe, cuya distracción era imprescindible a fin de que los corruptos se entregaran con tranquilidad a la orgía urbanística. Siempre se puede alegar que las esposas llegan cuando la destrucción ya no tiene remedio, pero la imagen no se destruye cuando mandatarios privilegiados y molt honorables son tratados como ciudadanos vulgares, sino cuando se lee en autos que un ayuntamiento se dedica a falsificar facturas para desviar fondos europeos a una constructora. En cuanto a los irritados, cabe recordar que una parte de ellos abominan de las esposas en defensa propia.