En ocasiones, una imagen no vale más que mil palabras. Por el contrario, una fotografía puede distorsionar la realidad y servir como coartada a batallas tan estériles como injustas. En Italia se ha producido un ejemplo claro en la muerte de Eluana Englaro, la mujer de 38 años que acaba de fallecer después de pasar 17 de ellos en estado vegetativo a causa de un accidente de tráfico sufrido cuando contaba 21. Su familia ha padecido un calvario judicial de una década para lograr que no se le prolongase la vida artificialmente, en un país que no cuenta con una ley de testamento vital como la española y que tampoco permite la eutanasia. ¿Qué tipo de estado obliga a sus ciudadanos a pelear tanto por un fin tan desgraciado? ¿Qué tipo de sociedad insulta y maltrata a un padre que ve como el único camino para reconquistar la voluntad de su hija (quien había expresado con claridad su deseo de no mantener su existencia en unas condiciones como las que le tocaron) permitir que muera de hambre y sed?

Eluana sonriente en la nieve. Eluana con sombrero mirando a la cámara. Eluana cubriéndose con la cortina de la ducha, bromeando con quien la retrataba. Esa no era la enferma de cuarenta kilos, llagada, atrofiada e irrecuperable a la que su padre visitaba todos los días, y a quien el primer ministro Silvio Berlusconi no quiso conocer, pese a la invitación. Porque, allí o aquí, resulta más fácil legislar contra otros poderes del estado y contra el sentido común si no se atiende a la dura verdad, esto es, al estado actual de las cosas. La noche en que Eluana partía, los políticos se abroncaban como gatos intentando sacar adelante con urgencia una ley que la atase para siempre a la máquina, un texto irracional que después se ha retirado porque espanta incluso a los médicos ultraconservadores. Esa misma noche, una mayoría de italianos optaba en la televisión entre programas informativos sobre el caso Eluana y el Gran Hermano. Ganó el segundo, en uno de los canales de Berlusconi. La audiencia prefirió la ficción más dulce e inane, convenientemente empaquetada y lista para consumir. La otra ficción, la muchacha morena exultante que en cualquier momento se levantará del lecho, era demasiado difícil de tragar.

La Iglesia católica no quería perder un partido en su propio campo. Ojalá se mostrara igual de beligerante cuando bombardean casas repletas de niños en Gaza, o cuando el gobierno acosa a los inmigrantes que escapan del hambre a dos pasos de sus templos. Olvidando una de las claves más bellas de su religión, la compasión hacia el sufrimiento del prójimo, los fieles montaron docenas de altarcitos con la fotografía de la chica hermosa que ya no existía. Olvidando también que incluso Jesucristo tuvo la oportunidad de escapar y, usando su libertad personal escogió seguir su camino, el de una muerte cierta.