Imagino a un asiduo del Prado, que visitaba anualmente el museo para admirar la brutalidad de El coloso de Goya, y para confraternizar con el pesimismo swiftiano de su autor. De repente, le dictaminan que el cuadro en cuestión es "de otra mano distinta", por decisión de unos burócratas. ¿Debería decepcionarle desde ese instante, si antes le subyugaba? Me gustaba el falso goya, por lo que en mi caso no hay un desmentido, sino la confirmación de que el arte falso me interesa más que el verdadero. Me sumo así a los crédulos convencidos de que el chef de moda está en la cocina, el día en que ellos visitan uno de sus seis restaurantes.

No tiene mérito convencer a la humanidad de las virtudes de un cuadro pintado por Goya, la magia consiste en atribuirle identidad goyesca a una obra que no salió de sus pinceles. En la actualidad, esa ciencia del embeleco se llama marketing. No sólo Salvador Dalí, también Francis Bacon firmaba papeles en blanco, para seguir apostando en la ruleta de Montecarlo. Las falsificaciones consiguientes se venden como originales, y a precio de menú en un restaurante a cuya cocina no se ha acercado en meses el firmante del establecimiento. Pese a la impostura, un eminente crítico de arte local detectó en los papeles "la pincelada inconfundible de Bacon". Con dos huevos.

El coloso habrá sido mostrado a numerosos estudiantes por respetables profesores, como un compendio de las características de la obra goyesca. Aun así, estamos lejos del autor que escribió un catálogo depurado de obras de Rembrandt, falsadas todas ellas por la posteridad. Para relativizar al artista aragonés, hay que instaurar la categoría de las obras que podría haber pintado Goya, y abrirles una sala en el Prado. Velázquez es solo perfecto y Goya es apasionante, aunque quizás me esté guiando por cuadros que no pertenecen a ninguno de ellos. En este mundo de evidencias restringidas, sólo yo he escrito este artículo, no importa lo que sostengan los expertos así que pasen dos siglos. La pincelada inconfundible, ya saben.