Imagino que no verían en directo la Ceremonia Inaugural de los Juegos de Invierno en Pyeongchang. No se preocupen. Fuimos muy pocos. ¿Quieren saber cuántos? Pues les cuento. La retransmisión de la ceremonia (mediodía del viernes en horario español) fue vista por 20.000 espectadores, un 0,4% de la audiencia que veía la televisión en ese momento. Se trata de los primeros Juegos Olímpicos de los que no tiene los derechos de emisión TVE. En nuestro país se pueden ver a través de Eurosport 1 y Eurosport 2 (de pago) y por DMax (leído Dimax) en abierto.

Fue en este canal donde los comentaristas se desgañitaron narrando los avatares de los 125 minutos de ceremonia. Con épica, mucha épica; hablando de momentazos y de sorpresas que estaban por llegar y que ellos conocían pero no podían adelantar, y afirmaciones tan paradójicas como que en Noruega las pruebas de esquí alpino alcanzan el 90% de share. «Mucho más de lo que en España logra el fútbol, y es que el deporte blanco va en los genes de sus habitantes», decían.

La ceremonia de Pyeongchang fue prodigiosa. Las nuevas tecnologías, el sentido del esfuerzo colectivo, y unos efectos pirotécnicos a la última, nos dejaron mudos. Pero como en toda ceremonia que se precie, llegó el momento del desfile de participantes. Y con él, contrastando con la banda sonora exquisita escuchada hasta ese momento, el castigo para nuestros oídos. La megafonía chillona dio paso al chunda-chunda durante unos largos sesenta minutos. Y lo que hasta entonces era arte, singularidad, cultura propia y raíces culturales, se convirtió en promiscuidad de garrafón. Lo global, lo planetario, había llegado para arramblar con todo.

Me acordé mucho el viernes de aquella otra ceremonia de Sarajevo 1984. Sí. Aquello que acabó como el rosario de la aurora. Esperemos no tropezar en la misma piedra. Qué miedo.