Me ponen muy nervioso los saltimbanquis hormigueros, las patochadas de su jefe, la sonrisita cortada, siempre alerta, de Pablo Motos, el estropicio de los inventos sobre la mesa de ese laboratorio de quita y pon que organiza Flipy, el ritmo agotador, siempre estéril, que lleva El hormiguero, la capacidad que tiene el presentador con el ego más desabrochado de la tele para banalizar cuanto toca, sea o no conveniente, en definitiva, me importa una Tranca, y sin duda una Barranca, lo que ocurra en ese tiempo de tele que tantos seguidores tiene y jamás sabré por qué. Pero ese problema, ser incapaz de ver una emisión entera, y que lo vea tanta gente, no es mi problema. Lo cazo a veces, me fijo en algunos invitados, espero a ver si cae la bolita que sortea obstáculos y mueve resortes hasta que al fin, o no, golpea el interruptor y se enciende la luz. Lo hago.

Pero no más. Me interesa más alertar a los anunciantes, por si no se han dado cuenta. Y deberían. Veamos. Retener a la audiencia en los cortes a publicidad es una lucha que va cambiando de estrategia para mantenernos pendientes. Que si volvemos en 4 minutos, que si durante la publicidad, y sólo durante la publicidad, veremos cómo Alazne, la niña con trastornos de personalidad, ese monstruo maleducado y bipolar que pasó por Pekín Express, se derrumba en India. Creo que me entienden. Pero Cuatro, obsérvese en Fama y El hormiguero, da un paso más. El jolgorioso Pablito mira a cámara, se toca su rala barbilla, y nos dice que llegan los anuncios pero que nadie se retire porque seguiremos viendo lo que pasa en el plató. Y así es. En el plató no pasa nada, pero esa nada ocupa parte de la pantalla robada a los anuncios. ¿Pagan los anunciantes la mitad?