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Historia

Odio y política

Excepto en Italia, la democracia sobrevivió en los países vencedores: Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos

Posguerra en Alemania.

La bibliografía acerca del período histórico 1918-1939 en Europa es inmensa. Sin embargo, el libro que han dirigido Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, Políticas del odio. (Violencia y crisis en las democracias de entreguerras), no resulta ocioso y redundante. Al contrario, constituye un buen testimonio del estado de la cuestión en la materia. Además, aun tratándose de una obra colectiva (lo que hace inevitables algunas reiteraciones y solapamientos), todos sus capítulos ofrecen interés, buen pulso narrativo y solvencia historiográfica.

Los veinte años que discurren entre las dos partes estrictamente bélicas de la denominada por algunos historiadores como Guerra Civil Europea, podrían haber comenzado de manera más esperanzadora, habida cuenta del triunfo de las democracias liberales en el monumental conflicto desencadenado en agosto de 1914 y del hundimiento de los Imperios ruso, alemán y austro-húngaro. Pero la Revolución bolchevique de 1917- 1918, las lógicas penurias económicas de toda postguerra y luego la Gran Depresión de 1929 (aunque, curiosamente, de economía apenas se hable en este libro), la debilidad institucional de la República de Weimar, acosada por comunistas y nacionalsocialistas, la temprana irrupción del fascismo en Italia, la deriva autoritaria austríaca, el acceso al poder de Hitler y la azarosa existencia, finalmente trágica, de nuestra II República evidencian que, allí donde más déficit transaccional había, allí donde la competencia electoral, incapaz de superar la dialéctica bélica amigo-enemigo, convertía cada elección en un plebiscito sobre el propio sistema político, no cabía esperar sino la violencia, incluso la guerra civil, y finalmente la dictadura.

Excepto en Italia, la democracia sobrevivió en los países vencedores: Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. A estos últimos se les dedica, no obstante, un capítulo aparte para poner de relieve la violencia antisindical de los patronos, la violencia antirradical (o sea, antiizquierdista), la violencia nativista (anglosajonista y contraria a los inmigrantes y a los católicos) y la tremenda violencia racista contra los negros a lo largo de los años veinte y treinta. Hasta un intelectual y periodista liberal como Walter Lippmann sugirió a Roosevelt establecer una dictadura. Lo de Italia quizá no pueda explicarse sin tener en cuenta la "grand peur" generada por la Revolución rusa. Al igual que la Revolución francesa más de un siglo antes, este nuevo temor allanó el camino de la contrarrevolución, de tal forma que buena parte de la política europea no tardaría en funcionar en clave de anticomunismo.

Si la Gran Guerra fue uno de los principales factores de la posterior escalada de odio como recurso de acción política (eso que se llamó la "brutalización" de la política), también ha de verse como el fenómeno inaugural de la era de la violencia en masa, de la que brotaron las grandes experiencias revolucionarias y totalitarias, tales como el bolchevismo, el fascismo y el nacionalsocialismo, todas ellas inéditas hasta entonces. Por primera vez en la Historia, se abrió el camino para que, de la mano de los regímenes totalitarios, el siglo XX se convirtiera en la centuria de la violencia aniquiladora. Con la guerra, el odio y la animalización del adversario adquirieron un carácter sistémico, generalizándose la indiferencia hacia la vida humana. Mismamente antes de concluir la hecatombe bélica, la Revolución rusa desencadenó el mayor experimento de ingeniería social de todos los tiempos. En 1917-1918 se formó "un Estado burocrático, ideocrático, totalitario", que en sí mismo constituyó un hecho absolutamente nuevo en la Historia mundial y sin analogía alguna en Occidente.

Lógicamente, una obra como la que reseño es, ante todo, y a la vista del considerable acervo bibliográfico preexistente sobre el período estudiado, un ejercicio de interpretación y de selección de las claves que han de regir, según los autores, la cabal comprensión de esa convulsa época. Tal resulta, sin duda, la razón de ser del empeño editorial de los historiadores aquí reunidos. Quisiera, pues, para concluir la noticia de este buen libro, consignar una de las claves hermenéuticas en las que habitualmente menos se repara. Es la siguiente: la coincidencia, verdaderamente contradictoria, entre el déficit transaccional de un régimen político y la fórmula electoral de la representación proporcional.

No es casual, se sostiene, que los países donde se mantuvo o se retornó al modelo de escrutinio mayoritario resistieran mejor los embates de la radicalización política. Por el contrario, el nuevo escrutinio proporcional, al primar el voto ideológico sobre el pragmático y personalista, y al otorgar a cada partido un número de escaños acorde con los sufragios obtenidos, facilitó que el ambiente de radicalización se trasladara al Parlamento y que los extremistas tuvieran la capacidad de vetar políticas, entorpecer la acción de gobierno y socavar la legitimidad del sistema mediante una labor de oposición irresponsable. Efectos similares, aunque por otras razones, produjeron las fórmulas mayoritarias marcadamente plurinominales, como el de la II República española. Ello perjudicó a los defensores del constitucionalismo.

Conclusión: a una mayor dificultad de consenso le conviene menos proporcionalidad de la fórmula electoral. ¿Les dice algo esto?

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