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Cosmopolitismo y patriotismo

Los confines del mundo, la historia de Luca Scuccimarra va de la problemática relación entre espacio político e identidad personal

Filon de Alejandría.

Luca Scuccimarra es catedrático de Historia de las doctrinas políticas en la Universidad romana de La Sapienza. El libro que constituye el objeto de esta reseña, Los confines del mundo. Historia del cosmopolitismo desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII, puede considerarse como una obra de gran categoría. Antes de resumir su contenido e incitar a su lectura, empezaré por hacer justicia al traductor, que nos ofrece un texto de notable elegancia y belleza; y al editor, capaz de sacar adelante empeño de tal envergadura en medio de una crisis económica pavorosa y, además, y por si fuera poco, de preocuparse minuciosamente por que los cientos de citas de los autores estudiados o mencionados encontraran la versión española más reputada: ¡desde los presocráticos a Carl Schmitt! Sólo alguien de tanto rigor intelectual y profesional como Benito García Noriega puede realizar un esfuerzo así. Y voy con el contenido del libro y su enorme actualidad. ¿Qué nos cuenta la excelente obra del profesor Scuccimarra? La problemática relación entre espacio político e identidad personal es una de las cuestiones fundamentales del pensamiento filosófico occidental ya desde el siglo V antes de Cristo. La historia del ideal cosmopolita resulta, pues, inseparable de la historia de ese "narcisismo autocéntrico de la mirada nacional" que, a pesar de muchas optimistas declaraciones de intenciones, sigue guiando nuestra existencia individual y colectiva. Esta percepción del "nosotros" como un unicum diferente se hace fuerte en la experiencia de la polis griega, que se basa en una profunda identidad de grupo. No obstante, aun allí surge la idea de una comunión ontológica entre todos los seres humanos que invita a esforzarse por hallar la compatibilidad de ambas perspectivas. En la propia Roma imperial también se hace preciso encontrar un punto de mediación entre lo universal del cosmopolitismo estoico y la tradición de compromiso cívico característica de la cultura romana.

Ahora bien, a partir de Filón de Alejandría el cosmopolitismo clásico entra en un nuevo horizonte: el que le depara el encuentro fecundo entre filosofía helenística y religiones de la palabra. Muchos tienen a Pablo de Tarso por el auténtico eslabón entre la reflexión estoica y el cristianismo. Y ello porque la Ecclesia paulina es una comunidad con fuerte vocación cosmopolita, que rompe decididamente con el "nacionalismo" de la religión hebraica y con el "regionalismo" de los cultos orientales. En las Epístolas de Pablo se evidencia el espacio constitutivamente nómada y misionero de la evangelización cristiana.

Verdad es, no obstante, que lo que distingue al cristiano de los primeros siglos es el sentimiento de desarraigo terrenal. Esto, en cuanto relajación de los lazos de pertenencia cívica, le aproxima al sabio de la tradición cínico-estoica, si bien a quien se siente peregrino en tránsito hacia la auténtica polis le cuadra mejor, más que la condición de cosmopolita, la de "uranopolita" o ciudadano del Reino de los Cielos.

Con el tiempo esta tendencia se acentúa. Así, para Agustín, el cristiano se revela ya como un ser constitutivamente anfibio, "constreñido a vivir provisional y precariamente en dos mundos que se contradicen". Por eso, en el pensamiento agustiniano, el ideal de la unidad de la Humanidad en esta tierra parece perder toda relevancia. El componente cosmopolita del cristianismo se vuelve, pues, cada vez más exiguo. Puesto que el hombre medieval es básicamente subiectus y no polites, la idea estoica de la ciudad universal deviene literalmente incomprensible. De ahí que el ideal cosmopolita se transforme progresivamente en atributo ornamental del Imperio y en representación alegórica de la misión de la Iglesia. El Renacimiento comporta el regreso del cosmopolitismo característico de la cultura helenística, que será definitivamente superado en la reflexión del siglo XVIII. En efecto, como escribe Scuccimarra, a diferencia del pensamiento clásico, el acento del discurso cosmopolita dieciochesco ya no recae en la prescriptividad de una lex naturae de origen divino, sino en la esfera de los derechos y libertades fundamentales que debe ser reconocida a todos los hombres en virtud de su misma existencia. El universalismo jurídico ilustrado incorpora así una fuerte inspiración solidaria e igualitarista. Lo que no quita para que a fines de la centuria se imponga en el debate, progresivamente, el amor a la patria como una virtud moral. No se trata, desde luego, de una forma de nacionalismo: en vez de un lugar geográfico, la patria es un espacio político caracterizado por la presencia de condiciones muy precisas de libertad, felicidad y virtud individual. "No hay patria bajo el yugo del despotismo", afirmaba Jaucourt en la Enciclopedia. En cambio, y por la misma época, en Alemania se contraponen ya las cualidades del patriota, próximo emocionalmente a la tierra que le vio nacer, y el egoísmo y la frialdad del Weltbürger (ciudadano del mundo). Surge, pues, la afirmación étnico-cultural que los intelectuales alemanes empezaron entonces a vislumbrar como la respuesta más auténtica a los dilemas de la subjetividad moderna.

¿Cabe una concepción cosmopolita de la patria? Las revoluciones liberales del fin de siglo a ambas orillas del Atlántico parecían demostrar que el amor por la patria podía transformarse en una religión de la libertad. En este contexto histórico, observa Luca Scuccimarra, "el compromiso por el reconocimiento de las libertades fundamentales del ser humano en cada Estado particular empezaba a plantearse, para los defensores del credo revolucionario, como el primero y principal objetivo de una concreta ética cosmopolita de la política, capaz de sentar las premisas de una paz definitiva entre los pueblos".

¿Qué concluir de todo ello? Con un cierto escepticismo, constata Scuccimarra que la alianza momentánea entre el patriotismo republicano y el cosmopolitismo de los derechos podía ocultar pero no suprimir "el profundo dualismo entre lo particular y lo universal que la cultura de las Luces había alimentado en su interior. La historia misma de Europa entre revolución y restauración se encargaría de demostrar, al cabo de poco tiempo, lo nefasta que podía ser esta antinomia para los destinos del ideal cosmopolita".

Y en eso continuamos -particularmente los europeos- más de doscientos años después. ¿No es cierto?

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