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Pequeñas historias romanas

Javier Ramos y su visión de Roma alejada de los libros de texto al uso

Pequeñas historias romanas

Javier Ramos no es un historiador, pero sí un divulgador de la Historia. Ni su método ni su estilo tienen que ver con el mundo académico, en ocasiones tan árido y tectónico, sino con el enfoque anecdótico y acientífico de autores como Carlos Fisas, de ahí que no extrañe, como le advierte al lector el profesor Gonzalo Bravo Castañeda en su prólogo, que se pueda reaccionar ante el libro con sentimientos encontrados, pues habrá quien lo vea "como un libro de lectura fácil y amena" y habrá, en cambio, quien se sorprenda "de encontrar en un texto de estilo literario tan cuidado, un uso inadecuado de algunos términos latinos o algunas confusiones notorias sobre la identidad de algunos autores en las referencias". En este sentido el trabajo de Javier Ramos tiene más que ver con el entusiasta aficionado a la Historia que con el oficio de historiador propiamente dicho, o, para expresarlo a la manera de Gonzalo Bravo, la metodología está más próxima a Suetonio que a Tácito, adquiriendo siempre un sesgo superficial, chismoso y escandaloso que se aleja voluntariamente del tono intelectual y reposado.

Sin embargo, nada de lo anterior, incluidos los defectos, impide que leamos con sumo agrado estas páginas que nos enseñan mucho de la historia con minúscula de Roma. Las trapacerías inmobiliarias de Craso, poniendo una vela a dios y otra al diablo con un cuerpo de incendiarios y otro de bomberos para hacerse inmensamente rico; el derecho de los romanos a besar a sus esposas para saber si habían bebido y el derecho que les otorgaba la ley de castigarlas con dureza en caso afirmativo; el funeral de la mosca de Virgilio, la función social de la prostitución, las opíparas comidas de las élites; la importancia de la dolabra -mitad hacha, mitad pico- en el éxito militar de las legiones; la vida de los bandidos y los esclavos o los impuestos sobre la orina pasan por estas páginas, pero sobre todo lo hacen personajes cuya leyenda se alarga como la sombra del ciprés, personajes de la talla de Calígula, con su locura, desenfreno y acidez megalómana personificada en su caballo Incitatus: "Calígula fue asesinado cuando contaba veintiocho años, por el prefecto de su guardia pretoriana, Casio Querea, a quien solía humillar imponiéndole expresiones obscenas o ridículas como santo y seña del día". También concurren Mesalina y el emperador Claudio; el excéntrico Heliogábalo; Mitrídates, enemigo de Roma y resistente a los venenos después de haber experimentado con ellos durante años; Escipión el Africano, acusado de corrupción tras haber derrotado a Aníbal e inaugurado la aplastante superioridad militar de Roma; Julio César, Augusto, Nerón, Trajano o Diocles, auriga venerado por sus victorias en las carreras de cuadrigas.

El esplendor y las cloacas de un gran imperio se encuentran en estas páginas. Como en los mejores cuentos, todo narrado con modulación coloquial y algo fantasiosa: "un esclavo fugitivo llamado Androcles sacó una espina que tenía en una pata un león (€). Con posterioridad fue capturado y enviado a Roma, donde fue condenado a ser devorado en la arena por un león; pero la fiera lo perdonó, pues era la misma a la que él había curado en África".

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