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Crónica novelada

Los esposos feroces

Sylvia, un título clave en la larga exploración de los infiernos conyugales de Leonard Michaels

Leonard Michaels.

Nacido en 1933, el mismo año que Philip Roth, el más conspicuo forense de las patologías en la vida de los matrimonios, Leonard Michaels no le fue a la zaga al creador de Zuckerman en su exploración de los infiernos conyugales. La lectura de sus relatos, que Lumen publicó en 2010, abundaba ya en esa zona de interés, una trayectoria que Sylvia, breve pero intensa obra traducida por Libros del Asteroide, subraya con maestría.

Michaels, que se casó en cuatro ocasiones, enviudó de su primera unión en 1964, cuando su esposa se suicidó. Pero Sylvia, la obra que estiliza aquel matrimonio y lo convierte en materia de ficción, no vio la luz hasta 1992. La matemática resulta diáfana: Michaels rumió durante casi tres décadas tan desasosegante experiencia hasta darle forma literaria. Una forma, como se insinuó, sucinta, pero ambiciosa desde el punto de vista sociológico. Es notable cómo en una obra de tan cortas dimensiones, y mientras radiografía los pesares de una pareja de recién casados, Michaels cifra parte de las líneas de fuerza que regían la dinámica de la Nueva York de los años 60. Aparecen así el misterio del jazz, el impulso de la negritud, el carisma de Kennedy, el radicalismo de Lenny Bruce, la conversión de la droga en código interclase o la jungla urbana que extiende su patchwork de razas, orientaciones sexuales, hiperestesia alucinada. La novela es íntima y a la vez pública. Señala una anomalía y apunta a un ecosistema. Viaja del dormitorio a la urbe, y en ese trayecto alcanza a testimoniar una época.

Jóvenes y ardientes, pero también melancólicos y ya exhaustos, los veinteañeros Leonard y Sylvia viven a una velocidad vertiginosa y se fatigan a una velocidad no menos pasmosa. La vida es vibrante, pero regala un poso de desolación. Como si en ella acechara una náusea debida a la sobreabundancia de estímulos. Leonard quiere escribir pero sólo acierta a llevar un diario secreto; Sylvia quiere estudiar pero apenas logra hundirse en la cólera. A ambos les gustaría dinamitar el cielo, aunque se alimentan de los platos cocinados por una madre judía inasequible al desprecio. El amor, que se quiso solar y apabullante al inicio (Michaels afirma que, al ver por primera vez a Sylvia, los siguientes cuatro años de la vida de Leonard quedaron resueltos), se convierte pronto en una mortificación. Sylvia se hunde y arrastra a Leonard con él. Cada persona ajena (suegros, amigos, confidentes) se transforma en detonante de un trauma. La cotidianidad es salvaje y la ira es la moneda de cambio. Leonard y Sylvia no se soportan; Leonard y Sylvia no pueden vivir el uno sin la otra. En la paradoja perpetua que significa amarse y odiarse en un mismo lecho, los esposos feroces caminan hacia un desastre previsible y consentido. No por intuido, el desenlace es sin embargo menos sobrecogedor. Sobre todo al asaltarnos la sospecha de que Leonard sólo logra convertirse en un auténtico escritor a través de la muerte de Sylvia.

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