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Narrativa

Ian Mcewan: Boca abajo en el vientre de una mujer

El escritor británico ofrece el testimonio esperanzado, a veces hilarante, de un feto en su última novela, una obra cargada de suspense y de observaciones inteligentes

Ian Mcewan: Boca abajo en el vientre de una mujer

A las novelas de Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) raramente les sobran grasa. Para él, la brevedad es el alma del ingenio. Cáscara de nuez, su última obra, que publica Anagrama, es la prueba de ello. Se trata de un monólogo de poco más de 200 páginas de un feto desde el fondo del útero, de voz perfectamente afinada y singularidad prodigiosa. La trama, basada en Hamlet, incluye un crimen pasional y una serie de reflexiones sobre la vida, del nonato testigo excepcional de los hechos. "Así que estoy aquí, boca abajo dentro de una mujer", comienza el narrador. ¿No me digan que no es un inicio prometedor?

Las deliberaciones intrauterinas sobre lo que escucha el feto, del ruido proveniente del mundo exterior, están razonadas desde el momento en que el que delibera se confiesa un oyente atento de los podcasts educativos de su madre. Innegable el sentido del humor. Lo que oye, en cualquier caso, no siempre es amable ni gracioso. Por ejemplo, el asesinato de su padre que planean su progenitora y su amante, hermano de la víctima, para apoderarse de una mansión georgiana por la que la pareja puede obtener ocho millones de libras. El narrador, es decir el feto, no tiene ninguna simpatía por el patán y cretino de su tío, promotor inmobiliario, un sujeto lo suficientemente insulso como para recibir de un solo soplido todo el desprecio universal. Pero tampoco por el desgraciado de su padre, un pobre poeta incapaz de arreglárselas por sí mismo. El feto lo que hace fundamentalmente es preocuparse por su libertad antes de nacer, ya que corre el riesgo de ser alumbrado en el trasiego de una a otra prisión. Y también por su propia conciencia de testigo: se considera inocente pero al mismo tiempo -piensa- podría parecer que es parte de la trama para asesinar al padre. Un asunto enojoso como para mantener al lector en vilo, obligado por el suspense que arroja la historia y entretenido por las sagaces observaciones, las preguntas recurrentes del embrión de ser humano antes de ver la luz y los vapores etílicos a los que lo somete su madre. A veces el protagonista se marea y no todas por el vértigo de la narración.

¿Qué puede hacer en una circunstancia así, además de lamentar su incapacidad para actuar? "Esperar", reconoce él mismo. Y aunque esto parezca una locura, no está exento de método. Al ser testigo de una conspiración, el nonato se da cuenta del tipo de mundo en que se dispone a entrar. No es un lugar precisamente acogedor. McEwan, con la elocuencia que le caracteriza en la contextualización de sus historias, se encarga de recordar a través de su personaje intrauterino: la pobreza, la guerra, el cambio climático, los grandes movimientos de personas desesperadas, hacinadas en las fronteras, las que se encuentran de frente con los muros y el alambre de púas, y las que se ahogan por docenas antes de poder compartir la suerte de Occidente.

El pesimismo es demasiado fácil, incluso atractivo, viene a decir el narrador. Lo practican a diario los intelectuales de todo el mundo. Forma parte del penacho de plumas que se encasquetan como jefes de las diferentes tribus. Él en cambio es optimista, no tiene intención de arrojar la toalla antes de ver la luz. Es consciente y repite que la existencia le debe unas cuantas décadas para experimentar en el planeta Tierra. Una especie de idealismo particular que sólo vencerá si nuestro Hamlet, enterado de que algo huele a podrido a su alrededor, es capaz de evitar el asesinato, fuera de su alcance. "Sentiré, ergo seré. Que la pobreza mendigue y que el cambio climático se cueza a fuego lento en el infierno. La justicia social puede ahogarse en su tinta. Seré un activista de las emociones, un espíritu ruidoso y reivindicativo que lucha con lágrimas y suspiros para modelar a las instituciones en torno a mi yo vulnerable. Mi identidad será la única posesión preciosa y verdadera, mi acceso a la única verdad. El mundo tiene que amarla, alimentarla y protegerla como hago yo". (pág. 164).

Cáscara de nuez ofrece el placer enorme de la prosa de McEwan hilvanada con los ecos de Shakespeare. A veces se convierte en un testimonio hilarante, lleno de temor y de esperanza acerca de la violencia basada en la fe inane de una identidad que aún no acaba de despegar para encontrarse ya con la sorpresa del dolor. Como el mismo embrión dice, sus ojos se cierran con nostalgia cuando recuerda la bolsa de plástico translúcido, flotando en los sueños de la burbuja de sus pensamientos a través de un océano privado dando volteretas a cámara lenta, inmerso en abstracciones, y la ilusión de un mundo que empieza a ser conocido. Siente que las corrientes afectivas de su madre le atan inexorablemente al crimen y se ve, en cierto modo, cómplice de él. La mitad de su genoma, en cualquier caso, es de su padre, la víctima de la conspiración.

Las acrobacias literarias para conducir al narrador a través del vientre hacia la vida serían ya una razón suficiente para leer la novela. Pero McEwan, además de ser un gran artesano de la trama y de la escritura, es un autor al que le gusta provocar en los asuntos relacionados con la ciencia y, en particular, la genética. Sus reflexiones no siempre son oblicuas, se las arregla con oficio para penetrar en las espirales de algunos de los dilemas más atractivos. Plantea preguntas y ofrece respuestas. ¿Qué quieren que les diga? Una novela inteligente, vibrante y conmovedora, de un escritor que domina desde hace tiempo todas las facetas de su oficio.

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