El día que murió Miquel Àngel Riera, el 20 de julio de 1996, hace exactamente veinte años, estaba en Buenos Aires y me enteré por la Prensa argentina. Puede parecer extraño que a tantos kilómetros y en su invierno se hicieran eco de la desaparición de un escritor en una remota isla. Pero ésa era una ciudad donde en los cafés, acurrucados junto a viejas estufas, los parroquianos hablaban casi más de filosofía que de fútbol. La víspera había fallecido Damià Huguet. Pep Tosar les dedicó sendos espectáculos, Poemes a Nai y Esquena de ganivet. Pere Fullana trasladó al escenario La rara anatomia dels centaures, relatos de Riera.
Más recientes son los óbitos de estos dos realizadores. De Abbas Kiarostami sólo recuerdo haber visto una película, A través de los olivos, y no tengo más remedio que reconocer que me invadió un sueñecito de lo más agradable. De El cazador, de Michael Cimino, guardo mejor memoria, pero el fracaso de La puerta del cielo se lo ganó a pulso. Sobre todo, por desperdiciar a tan excelentes intérpretes.
Casi lo único sensato que he escuchado estos días, al calor (mucho) de la visita del presidente de Estados Unidos, se lo oí por televisión a un vecino de la capital andaluza: "Sevilla no necesita a Obama". Podría ser, incluso, que Sevilla siga oliendo a incienso, a naranjo, a Guadalquivir y a versos de Antonio Machado, cuando ya nadie se acuerde de la gira diplomática del milenio. Berlanga o cómo la realidad imita al arte.
Ya lo creo que sopla la Tramuntana en Burgos (como ha dicho Luis Tudanca) y si no me creen, suban hasta Gamonal la calle Vitoria en invierno y luego me lo cuentan. Claro que otros aspectos confortan los fríos castellanos: la Catedral, la Casa del Cordón, la ciudad vieja en su conjunto, el Espolón, la gastronomía, y así podría pasarme todo este paseo. Qué bonito es Burgos.
