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Jorge Edwards

Una lección de resistencia

Una lección de resistencia

Se llamaba María, era una joven chilena de buena cuna, última hermana regalona de una familia de la burguesía criolla, recién enviudada y desentendida de una hija que había dejado en Chile para irse a vivir días de vino y rosas en el París de entreguerras. Poco más sabemos de la protagonista de la última novela de Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1931), que nos ayude a descifrar el enigma de su arriesgada participación después en la Resistencia francesa, como voluntaria del Hospital Rothschild que salvaba bebés judíos sacándolos bajo su capa de asistente social ante las mismas narices de la Gestapo.

Lo que nos trae el escritor chileno en La última hermana es el caso real de su pariente María Edwards MacClure; solo que en la novela calla este dato, su apellido, hasta la nota final de agradecimientos. Hace muy bien al ocultarlo al lector, pues consigue así dos cosas: evitar ponernos ante una vida novelada o "biopic" al uso, y darle aliento propio al personaje, dejando a buen entendedor lo que de estricta autobiografía moral puede tener el relato.

Sabiendo algo de los entresijos del proyecto, de la investigación familiar, de los encuentros del autor con varios de los supervivientes en deuda con aquella valerosa dama de la sociedad parisina, suponemos lo que ha podido quedarse para siempre en el tintero: una acuosa, lacrimal Lista de Schindler a la chilena; para acertar en cambio con la tecla del conflicto interior de la valentía. María (así, con esa desnudez de apellido a la vez personal y universal) ejemplifica que la de héroe es una condición inevitable o una ambición de cobardes solapados; nunca una decisión propia. La auténtica valentía nace, sin embargo, de los legítimos dilemas del miedo cuando la Historia llama a nuestra puerta. En las disyuntivas de aquel París ocupado, la protagonista contrasta con su pareja, el vitalista y algo inconsciente René, que elije representar, también hasta cierto punto, el papel del "maquisard" de boina calada y metralleta.

María no aparece aquí en traje de heroína "comme il faut". Quizá no lo fue. Primero no supo decir que no (ella, que había empaquetado a su hija con la familia) al llanto de aquellos bebés destinados al campo de concentración; luego solo pudo huir hacia delante, encubriendo su activismo resistente con una teatral vida de colaboracionista, entre galantes recepciones y "soirées" ofrecidas en su casa a los nuevos dueños de Francia; y por fin se replegó cuando el riesgo personal podía no solo comprometer a la red de evacuación, sino que se tradujo en su propia detención y tortura. Después, y pudiendo irse libremente a Chile, decidió que resistir era quedarse.

Por el camino, María pierde la esperanza de ser comprendida: "tuvo que enfrentarse, de un modo que no se había imaginado, [€] con gente que la acusaba, por lo bajo, de ingenuidad y hasta del colaboracionismo. ¿Yo?, pensaba ella, y llegaba a la conclusión, una vez más, de que había sido una estúpida: perdería amigos por todos lados y no ganaría ninguno, o ganaría algunos a pesar de ella" (p. 68).

Sin rebajar por eso sus volúmenes de personaje, es inevitable pensar en María como una parcial máscara flaubertiana ("Madame Bovary soy yo") del autor. Inevitable es recordar su controvertido regreso del exilio al Chile de Pinochet, en 1978, protegido por su adquirida condición de académico. Pasaría a presidir entonces el Comité de Defensa de la Libertad de Expresión, o a participar en el plebiscito nacional de 1988, que para sectores de la oposición era una farsa del régimen en la que se negaban a colaborar, y en el que Edwards se posicionó en la opción del "No", que acabaría triunfando y determinando la paulatina salida de Pinochet.

Después del volumen dedicado a los años de infancia y formación, Los círculos morados (2012), llevamos tiempo esperando la segunda entrega de las memorias de Jorge Edwards, las de sus años de realización personal y profesional, el despegue de su carrera de escritor y su visión de testigo privilegiado de su época, que pertenece a dos siglos. Imagino que una de sus dificultades de escritura es encontrar el resquicio y hasta el resorte para volver a contar lo que reaparece por activa o pasiva en toda una obra de vocación cronística y autoficcional. Quizá donde más clara se lee su visión de la compleja ejemplaridad del intelectual es en El sueño de la historia (2000), donde el protagonista, escritor, afronta parecidos recelos en su retorno al país, acusado de colaborar así con una falsa sensación de normalidad de la dictadura. Son solo claves de lectura externas que complementan pero no completan una novela que se basta; pero bien podríamos decir que Edwards ha vuelto a sus temas de siempre como nunca.

Porque no es habitual que una hoja de vida literaria de su extensión sea capaz de dar, como aquí, uno de sus mejores títulos, que pongo al lado de mis predilectos entre los del chileno: Persona non grata (1973), La mujer imaginaria (1985), El origen del mundo (1996) o la citada El sueño de la historia. Con su singular voz narradora, cuya modernidad entre los coetáneos del Boom temo que aún tardaremos en aquilatar (su tranquila resistencia a la épica y el melodrama, su calculada imprecisión, su renuncia a una visión total de las cosas), Edwards vuelve a crear un personaje indeleble, una vez más femenino, y un buen repertorio de secundarios, desde René o la sirvienta Brunilda, al almirante alemán Reed Rosas, exquisito agente doble o triple, protector de María por caminos insospechados.

JORGE EDWARDS

La última hermana

ACANTILADO, 375 PÁGINAS, 24 €

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