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Nieve de amor

Michael Cunningham me deslumbró con ´Las horas´. Virginia Woolf visitada por un hombre con voz de Virginia Woolf y una poliédrica mirada con la que tejer variantes

Michael Cunningham, autor de ´La reina de las nieves´. INFORMACIÓN

Lo mismo que si fuese un músico de jazz que improvisa a partir o sobre una música, enfrentándola a sus ritmos, a sus tonos, a las posibilidades expresivas que tiene. El pulso poético de la historia, la atmósfera, la recreación de personajes, reflejos de los protagonistas de la historia de la autora de Orlando, aventuraban una escritura delicada, envolvente, sutil. La magia de una literatura que no brilla igual de magnética en la trama de la nueva novela de Cunningham, La reina de las nieves, en cuyas páginas su mirada, su gesto narrativo, su latido, es más frío y distante como si lo narrase todo desde fuera, quirúrgicamente, sin involucrarse. Igual que si el escritor estuviese en medio de Central Park y de la historia sobre dos hermanos y la supervivencia que nos cuenta, alejado, bajo la nieve, con los pies fríos y el corazón a salvo en otra parte. Aun así la prosa, su prosa, es hermosa y contundente, con textura, y resulta aprehensible, cotidiana. Sin embargo más a que al Cunningham de Las horas, Cunningham me recuerda a Paul Auster. Tal vez sea por la manera de adentrarse en la vida cotidiana de los fracasos que ocurren cada día, por cómo coloca el hallazgo de la felicidad entre la tristeza y el humor, lo inesperado y lo observado desde una posición en alto.

A partir del cuento de La reina de las nieves de Andersen, Cunningham retrata cuatro otoños-inviernos de unos personajes americanos, cercanos, creíbles, urdidos entre la desesperanza, la rendición, la necesidad de amar y las paces con uno mismo. Su actitud ante las falsas esperanzas, la vulgaridad, el talento y sus crisis, los vacíos, los anhelos, la tendencia a aferrarse a todo lo que parezca prometedor, recuerdan a los personajes de las series Treinta y tantos y Friends. Criaturas emparejadas en sangre y en afecto que se miran de frente y de reojo, que intentar encontrar la manera de protegerse del dolor y de conseguir encender un cigarrillo para celebrar una conquista en lugar de para refugiarse en su instante de humo alrededor de la cabeza. A esa edad fronteriza en la que empieza a nevar sobre la vida. En la de Barrett, solo y desvalido por un joven amor amputado que lo deja al borde del desasosiego. Sin corazón, sin casa, con un secreto familiar que no puede revelar, es el único soporte de su hermano Tyler. También mutilado por el cáncer de piel de su novia, Beth, y su adicción a la cocaína. Los tres tienen que aprender a sobrevivir, a soñar con ese sueño de ojalá la moneda caiga desde el aire por la cara que necesito. Los tres se esfuerzan, cada cual a su manera, a pesar de tener los pies fríos y de que nada en su universo cotidiano tenga sentido. Barrett a partir de ver una luz sobrenatural en el cielo, y Tyler componiendo una canción de amor para su boda virgen. Ellos, junto con Andrew y Liz, otra pareja de amigos, representan la gente que busca respirar desesperadamente, sacar la cabeza por encima de una sociedad sombría políticamente, enmarcada entre el recuento final de la victoria del presidente Bush en 2004 y la flamante elección de Obama en 2008. Respirar para saberse vivos.

No es mal tipo Cunningham. A pesar de tener ese influjo de John Cheveer a la hora de mirar si dentro de los oscuros armarios de sus criaturas hay mentiras, aplazamientos, engaños y sobre todo una botella de buen whisky, es cervantino porque se coloca a la altura de los ojos de sus personajes y los redime. No hay drama bajo la nieve. Sólo los milagros son posibles, y aunque priman la melancolía, la angustia, la desazón sencilla, y cierta satisfacción en la boca del estómago, Cunningham hace de Frank Capra y nos enseña al final que sí, que tal vez el amor llegue y se quede.

Nieva, suave, blanco, hermoso dentro de la habitación donde una pareja se lee y es la felicidad lo que sucede.

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