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Jesús Carrasco

El artificio y la voz

La esperada segunda novela del autor extremeño, ´La tierra que pisamos´, ofrece muestras del gran estilo de ´Intemperie´, pero sin su perfección

El artificio y la voz

Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) deslumbró hace ahora tres años a lectores y crítica con su debut narrativo. Intemperie ofrecía una poderosa voz personal, atenta a la frase como medida expresiva sustancial, en la que los ecos de Faulkner o Cormac McCarthy no ocultaban una cierta tradición literaria española en la que historias ambientadas en el mundo rural se convierten en fábulas universales sobre la condición humana: de Cela o Benet a Delibes, y de Luis Mateo Díez a Julio Llamazares. La novela, traducida a numerosos idiomas, fue un éxito instantáneo.

De ahí la expectación ante la segunda obra del novelista pacense, que acaba de publicar, también en Seix Barral, La tierra que pisamos. Carrasco prometía al año de entregar Intemperie, escrita en estado de gracia desde el arranque hasta el colofón ("Luego volvió a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento"), no desmayar en la "intensidad y tensión verbal" de su prosa, dos de las características de una escritura que suele desplegar la materia narrativa desde una muy cuidada voluntad de la construcción lingüística, tal y como hacen los mejores poetas.

No defrauda. Hay en La tierra que pisamos páginas deslumbrantes, quilates literarios, pero, a diferencia de lo que ocurría con Intemperie, sus mecanismos novelísticos enseñan piezas que no acaban de funcionar con fluidez. Carrasco acude aquí a la ucronía para refundir en un lugar y un tiempo determinados (su Extremadura natal, en las primeras décadas del siglo XX) acontecimientos históricos con una distinta cronología (la saña colonial, las matanzas de las tropas franquistas en su subida hacia Madrid durante la Guerra Civil o los grandes exterminios que ejecutaron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial) y que operan en el texto como una representación del mal.

La impresión, sin embargo, es que no hacía falta ese recurso de tanto artificio para enfrentar al lector con uno de los temas nucleares de la novela. Bastaba con que el autor hubiera situado el relato en cualquiera de esos tres referidos marcos de la infamia, sin recurrir a una estilización que se antoja un poco gratuita por cuanto es innecesaria para los asuntos que enfrenta aquí Carrasco.

España es otra colonia de una gran instancia imperial (algo así como si Hitler y los suyos hubiesen sido los ganadores de la última gran conflagración) que va de los Urales a África. Eva Holman, mujer culta a la que le gusta escribir, disfruta en un pueblo extremeño junto a su marido -un alto militar tullido que encarna la mentalidad castrense y despótica de los vencedores- las ventajas de la conquista y la rapiña. Es un mundo de señores y súbditos. Una mañana, mientras cultiva sus geranios, descubre en la finca que ocupa a un hombre harapiento del que aún lo ignora todo. A lo largo de ochenta y siete capítulos de distinta extensión, alguno de apenas ocho líneas, esta mujer en la que aún no están apagadas la curiosidad y la empatía (dos de las cualidades que, en realidad, nos hacen humanos) irá descubriendo la historia (o al menos una posible historia) de cómo y por qué ese personaje inquietante, Leva, llegó a su huerto para abrazarse a los árboles, acariciar las verduras y sentir en sus manos la tierra de su origen.

Si Intemperie estaba escrita en tercera persona, Carrasco opta en su nueva novela por una narración en primera persona. Es Eva Holman quien cuenta la historia, la suya y la terrible odisea de Leva por una Europa sometida a la ignominia de los campos de trabajo, a la anulación de los vencidos y a las sombras de la muerte. Leva es un superviviente de la aniquilación de todo su mundo que regresa al terruño porque sólo ahí, quizás, podrá reencontrar su humanidad arrebatada.

El problema es que la elección de la voz narrativa que ha hecho Carrasco suscita demasiadas dudas en el lector. Leva, que es víctima de un brutal shock emocional, sólo farfulla algunas pocas palabras fragmentarias y no resulta nada fácil obtener información de él. La elegida narradora logra unas pocas explicaciones por vía epistolar a través de un oficial que mandó a este martirizado personaje en una explotación maderera del norte. ¿Cómo puede, pues, Eva Holman contarnos con detalle y precisión la historia de Leva? Para salvar este escollo, el novelista opta por la inclusión de otra voz en la que reúne las de sus dos protagonistas: "Yo, al que llaman Leva, hijo de esta tierra, debo buscar. Saber que están aquí". Pero esa confluencia no acaba de funcionar y hay algo previsible, que el lector va anticipando y lastra la culminación de la trama.

La tierra que pisamos es una novela, en cierto sentido, más ambiciosa que Intemperie. Carece, sin embargo, de la perfección formal de esta última. El autor se deja llevar más por el deseo de explicar (la necesidad de reencontrar al otro para vernos a nosotros mismos, la verdad primordial de la tierra de la que venimos€) las claves de su historia, que por dejar al lector y a los personajes la libertad de la sugerencia. La necesaria amalgama de los distintos elementos narrativos se frustra así. Y el gran estilo de Carrasco viene a extraviarse, en esta ocasión, en la carpintería de la novela.

JESÚS CARRASCO

La tierra que pisamos

SEIX BARRAL, 272 PÁGINAS, 18 €

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