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Libros que hablan de arte

Retrato de Caroline

La última modelo de Giacometti, la prostituta que le robó el corazón, se confiesa con Franck Maubert en un libro tan bello como desolador

Retrato de Caroline

El olor de los naranjos y de las lilas en primavera, y el ruido por el tráfago incansable de los turistas en la Promenade des Anglais, de Niza, ocultan las viejas y tristes historias de amor y fracaso que encierran entre sus paredes algunos edificios desconchados de las calles que bajan perpendiculares al mar. Frank Maubert, autor de buenos libros consagrados al arte, va al encuentro de Yvonne Margaret Poiraudeau en uno de ellos para escuchar de sus labios, en medio del revolo- teo de los canarios y los recuerdos, el amor que la retuvo junto a Alberto Giacometti y que hizo de ella su musa, la última modelo del escultor: su "desmesura". Poiraudeau, la mujer de edad avanzada, diabética y arruinada, que vive de prestado en el modesto apartamento del inmueble revestido de mosaicos irregulares, es Caroline, la prostituta aficionada a los coches que logró desplazar del corazón del artista a Marlene Dietrich. Sí, sí, nada menos que a Dietrich.

En 1958 cuando se conocieron, el escultor tenía casi sesenta años y ella rondaba los veinte. Giacometti era ya uno de los grandes artistas reconocidos pero, al igual que le sucedía de joven, en sus inicios, continuaba fascinado por las putas. Bella y venal, Caroline se ganaba la vida entreteniendo a los clientes de los hoteles de Montparnasse. Allí se vieron por primera vez en un bar, mientras las hojas del otoño alfombraban las madrugadas parisinas. La pasión duró hasta 1966, año de la muerte del artista suizo.

La modelo bebía Coca-Cola, fumaba cigarrillos mentolados, y no guardaba un entusiasmo especial por la pintura salvo cuando él se la explicaba en la sala de un museo, o enérgicamente le ordenaba posar. Un día le pidió un Ferrari rojo y Giacometti le ofreció, a cambio, un MG del mismo color con el que recorrían las calles o hacían excursiones al extrarradio. Ella, al volante, conducía, él dibujaba con sus lápices todo lo que le venía a la cabeza.

Paris sans fin, la culminación del arte de un escultor cuya expresión partía del dibujo, es el cuaderno de bitácora con que el artista planeó despedirse de la vida. Caroline tuvo un ejemplar y lo perdió entre las ruinas de su pasado, lo mismo que no conserva una sola pintura de él: los únicos recuerdos están grabados en lo más profundo de su alma. La mayoría son visiones. Maubert -cualquiera lo hubiera hecho- se contagia de ellas: "¿Cuántas veces no habré enfilado con el coche los cinturones de ronda, no habré tomado las anchas avenidas para perderme luego por las callejuelas de Montmartre, la place d´Italie, la Madeleine, Pigalle, zigzagueando de un barrio a otro, deslizándome por sus calles como con un trineo en la nieve?". Ella le cuenta al escritor sus viajes a Londres con Giacometti, su visita a la Tate Gallery y la noche con Francis Bacon, tan borracho como violento. Evoca su aventura, su nostalgia, la difícil historia de amor con un hombre casado y las relaciones con la esposa que se complican hasta la disputa final, después de haber tolerado a la fuerza la cohabitación. Con el artista moribundo en el hospital de Coira, las dos mujeres se tiran de los pelos.

La última modelo, el librito que ahora publica Acantilado, transmite angustia, belleza y desolación. La mujer que amó Giacometti, derrotada, aguarda al sexagenario de la empresa de limpieza y mantenimiento que le permite sobrellevar la vida en el cuchitril de Niza, al lado del bullicio ensordecedor del Paseo de los Ingleses. De un momento a otro aparecerá el pobre diablo como una pesadilla que le hará despertar del sueño de diosa truncado por la muerte del artista. Como él decía su "desmesura". Relee Bella del señor, la novela de Albert Cohen, otro suizo, y muestra el retrato sin marco de su amado. "¡A que es guapo mi Alberto!". Han pasado demasiados años desde entonces. Caroline confiesa cómo desaparecía y regresaba al estudio de Hippolyte-Maindron y cómo él se olvidaba enseguida de los delitos de juventud que la llevaron a la cárcel.

Maubert observa un retrato de Jean Marembert, colgado de un clavo en una pared, sin enmarcar, "medio surrealista, medio fantástico".

-Era usted una mujer muy guapa.

-La vejez causa estragos. Hay que tenérselas con ella y es insoportable. Al final está la muerte, que es la única justicia, por otro lado.

La vida hace tiempo que ha dejado de guardar sentido para la última modelo. Dice que tiene ganas de escapar. Recuerda cuando lo hizo: el tiempo en que posaba prácticamente todas las noches para Alberto Giacometti.

FRANCK MAUBERT

La última modelo

Traducción de Juan Díaz de Atauri

ACANTILADO, 112 PÁGINAS, 12 €

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