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Jonathan Franzen

Laberinto y bostezo

´Pureza´, una novela sobre internet como campeona de la libertad, defrauda

Laberinto y bostezo

Hay un momento en toda gran novela en que el lector experimenta una sensación acaso inefable, en todo caso muy difícil de precisar, pero que no se encuentra lejos de la felicidad casi física que procura el placer del reconocimiento. Es un momento delicado, quizá el más íntimo de la lectura, y nada tiene que ver con el tema del que se ocupa el texto. Novelas que abordan asuntos terribles, libros obscenos, antipáticos o conscientemente desagradables, pueden regalarnos ese instante en que cuanto hemos leído resulta metabolizado por nuestro ánimo, cobra un sentido en mayor o menor medida plausible, organiza la siempre compleja experiencia que constituye el conjunto de pensamientos, voliciones y pasiones con el que nos interroga una obra poderosa.

Tanto Las correcciones como Libertad, las dos últimas novelas publicadas por Jonathan Franzen, habían arrancado de mí ese instante de placer, esa plenitud de quien ha satisfecho un vínculo rotundo. En este mismo espacio de crítica, hace ahora cuatro años, escribí que «lo que queda, leída la última página de Libertad, es la sensación, tan parecida a la gratitud, de haber asistido a un acto de devoción, respeto y amor». Ese instante feliz, ese triunfo de la novela en el sentimiento del lector, ha estado ausente durante la lectura de Pureza. Ni siquiera ha llegado a insinuarse, a asomar su rostro entre las 700 páginas, medida por otro lado estándar en los trabajos de Franzen, durante las que se despliega su material. La novela ha sido incapaz ya no de sacudir mi empatía, sino de excitar mi curiosidad. Por una vez, y sin que sirva de precedente, he sentido el esfuerzo que significa moverse entre el laberinto y el bostezo.

Pureza pretende ser la respuesta más o menos ácida de Franzen a la consideración de la Red como campeona de la libertad (Sillicon Valley no sería el modelo a seguir, sino la condena a pagar) y a sus luminarias vivas o muertas (llámense Mark Zuckerberg, Edward Snowden o Aaron Swartz) como héroes de una cruzada impostora. Se ha sugerido desde los medios, y el propio autor parece corroborarlo en las entrevistas que ha concedido a la prensa, que Pureza es una novela que se quiere abierta al debate de un tema capital de nuestro tiempo, el de la capacidad de internet para ofrecernos un mundo más rico, fecundo y libertador. Frente a sus novelas anteriores, que atendían a paisajes privados, al orden de la intimidad, Franzen aborda aquí la inmersión de la novela en lo público, en el espacio del ágora, una inmersión entendida en el marco imposible de obviar de una globalidad que se constituye como nube, como inmensa red algorítmica.

Al modo de Bulgákov en El maestro y Margarita, Franzen sitúa como exordio de su novela la célebre respuesta que Mefistófeles le dio a Fausto cuando el tentado le preguntó quién era: «soy una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y siempre hace el bien». Andreas Wolf, el muñidor de The Sunlight Proyect, un inmenso aparato de exhumación de trapos sucios de gobiernos y empresas, más que probable trasunto del WikiLeaks de Assange, es la figura de la que Franzen se sirve para ilustrar esta enésima caracterización del Oscuro, tan proteico e incansable en la adopción de máscaras. La aventura de Wolf, desde su condición de hijo favorecido por las relaciones de poder en la extinta República Democrática Alemana hasta su inmolación redentora en un edénico rincón de Bolivia, es la percha de la que Franzen cuelga la armadura emotiva e intelectual de la novela. El Diablo, tan germánico él, no está llamado después de todo a triunfar. Con sus manos manchadas de sangre y un harén de chicas guapas que lo veneran, Wolf apesta a azufre, aunque sea al azufre de la constelación 2.0.

No resulta sencillo explicar qué no acaba de funcionar en la novela, si es el tema o es la forma, si son los personajes o son las ideas por ellos encarnadas, si es el lenguaje del que se sirve o son las estrategias narrativas en que se apoya. Pureza es ambiciosa, como cabría esperar de su autor, y es compleja, como cabría exigir dada su obra previa, pero defrauda su expectativa, la generada por el texto desde su planteamiento, hasta conducir a un estado que oscila entre la irritación y la indiferencia. Diría que, en ello, tienen que ver tres motivos.

El primero es su despliegue en forma de árbol, dispuesto en abanico, sin duda seductor, pero cuyo tronco, al menos en lo que se refiere al ámbito de las pasiones, a la coartada afectiva que pone en marcha la ficción (la relación entre una hija -la Purity que da título a la novela- y su madre, y la búsqueda por parte de aquélla de su desconocido padre), se complica hasta límites estrambóticos, de una inverosimilitud sospechosa, hasta el punto de que Franzen se ve obligado, una y otra vez, a ser reiterada y cansinamente explicativo, como si sus personajes no se sostuvieran atendiendo única y exclusivamente a lo que hacen, sino que necesitaran de los argumentos y justificaciones de un narrador tutelar, empeñado en impartir doctrina; el segundo es que una parte amplia de la novela, la que tiene que ver con (y transcurre en) la RDA, posee un aroma a cartón piedra, como si el novelista hubiera escrito «de oídas», poco menos que reelaborando tópicos: la maldad de la Stasi, la grisura de la vida bajo el Telón, la vileza de los agentes del socialismo y sus razones provocan en este lector una respuesta próxima al estupor. Uno esperaría de Franzen, a quien tengo por un extraordinario psicólogo, una paleta más variada, más plástica. O que hubiera frecuentado la obra de escritores como Brigitte Reimann, Irmtraud Morgner, Stefan Heym o Jurek Becker, que escribieron muy críticamente de su país sin necesidad de reducirlo a arquetipos. Estas dos prevenciones apuntan a una tercera, de orden estructural. Y es que, acaso por vez primera en su trayectoria como novelista, Franzen parece haber fiado su novela a la construcción y resolución de una trama, de un plot en toda regla, un artefacto que apunta a satisfacer una historia de espionaje, asesinatos e identidades incompletas con sus nudos gordianos, sus meandros y sus cadáveres por desenterrar. No parece que dicho traje sea el que mejor sienta a la prosa de Franzen, que ha volado más y mejor en el terreno de la introspección que en el de la denuncia, y que se ha mostrado mucho mejor novelista a la hora de conmover que a la hora de convencer.

JONATHAN FRANZEN

Pureza

Traducción de Enrique de Hériz

SALAMANDRA, 704 PÁGINAS, 24 €

Puresa

Traducción de Ferran Ràfols Gesa

EMPÚRIES, 780 PÁGINAs, 24 €

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