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Narrativa

Juan José Saer: diez años de magisterio ausente

´Glosa´, una de las obras mayores del narrador argentino afincado en París en 1968, vuelve a las librerías con ocasión del décimo aniversario de su muerte

Juan José Saer: diez años de magisterio ausente

El narrador argentino Juan José Saer desembarcó en París en 1968. No le tocó, sin embargo, vivir las revueltas de mayo. "Llegué tarde, en julio, y la revolución ya había terminado", explicó tres décadas más tarde en una entrevista televisiva. "Así que tuve que buscarme un empleo", concluyó con uno de los destellos de sorna que puntuaban su discurso. Casi cuatro décadas después, el 11 de junio de 2005, Saer fallecía a los 67 años en ese mismo París que sólo había abandonado de tanto en tanto para viajar. Hace diez años. Con él, víctima de un cáncer de pulmón, se iba el autor de uno de los grandes universos literarios del último tercio del siglo XX. El universo de un escritor que desdeñaba el "boom" y para el que hablar de literatura latinoamericana era recurrir a una categoría geográfica ajena a todo criterio estético.

Doce novelas, cinco volúmenes de relatos, cuatro de ensayos y un poemario dos veces recrecido componen el corpus literario de Saer. Una obra, empeñada en el desmantelamiento del realismo, que hunde sus raíces en Joyce, en Faulkner y, en buena medida, en el "nouveau roman", pero también en el bonaerense Macedonio Fernández, en Onetti y en Juan L. Ortiz, a quien juzgaba el más grande poeta argentino del siglo. Por no hablar de Homero, Dante, el Cervantes del Quijote, Sterne, Flaubert, Proust, Kafka, Svevo o Musil, nombres salidos con hálito vehemente de su boca en la conferencia que pronunció en Oviedo el 29 de abril de 1991, durante los II Encuentros Hispanoamericanos. Una obra la de Saer de un extremado rigor, escrita de espaldas al mercado, que sólo alcanzó aplauso crítico en la década de 1980 y que, pese a reiterados intentos editoriales, que incluyen la concesión del Nadal a La ocasión (1987), nunca llegó al gran público. Una obra, en fin, reeditada con mimo por una pequeña editorial, Rayo Verde, que en los últimos tres años ha rescatado ya cuatro títulos: La pesquisa (1994), El entenado (1983), Nadie nada nunca (1980) y, con motivo de este décimo aniversario, Glosa (1985). Para muchos su mejor novela. En todo caso, la que el autor declaraba a menudo su favorita.

Curiosamente, o tal vez no, Glosa, séptima de sus doce novelas, vio la luz en el ecuador de la carrera de Saer, quien, por cierto, se ganaba como catedrático de español en la universidad de la bretona Rennes el sustento que el mercado rara vez otorga a los literatos que miran más al lápiz que al público. Hasta llegar a Glosa, Saer había recorrido un largo camino en cuyos inicios desempeñó un papel crucial la escritura de guiones cinematográficos, una práctica cuya huella puede rastrearse en las demoradas descripciones de actos y entornos que jalonan sus narraciones. De hecho, durante la década de 1960 fue profesor en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, en Santa Fe. A esa ciudad se había trasladado a los diez años junto a su familia, patroneada por un comerciante sirio, desde su Serodino natal, y de ella, y en particular del barrio de Colastiné, tomó muchos de los elementos con los que construyó "la zona", ese incierto territorio, a medio camino entre lo real y lo imaginario, en el que transcurren no pocos de sus relatos y novelas.

Los primeros tanteos literarios de Saer -los relatos de En la zona (1960) y Palo y hueso (1965) o las novelas Responso (1964) y La vuelta completa (1966)- revelan el intenso trabajo indagatorio que precedió a la eclosión del Saer maduro. El argentino, convencido de que la renovación continua de la forma es condición imprescindible para la supervivencia de la novela, no logra cuajar en moldes propios su representación ficcional del mundo hasta que da vida a los relatos de Unidad de lugar (1967) o a la novela Cicatrices (1969). Justo en ese momento, y embarcado ya en la composición de la joyciana El limonero real (1974), a la que consagró nueve años, se produce su salto a París, que conllevó una mutación en su vida, en su formación literaria y en su modo de abordar la escritura.

Según confesó años más tarde, en esa etapa interrumpió El limonero real, leyó como un poseso en francés, inglés e italiano, y escribió textos breves. Buena parte de ellos acabarán en su libro de relatos más experimental, La mayor (1976), un duelo de papel con Proust en el que llevará al extremo una característica principal de su escritura: la reducción al mínimo de la anécdota, sometida a un demorado merodeo desde diferentes puntos de vista, a menudo contradictorios, casi siempre discrepantes. Tanto en La mayor como en la novela Nadie nada nunca (1980), la más experimental junto a El limonero real, Saer consigue dar el salto que le permite eliminar cualquier resto de enunciación cándida de la realidad e internarse en los contradictorios senderos de la incertidumbre.

Si Nadie nada nunca, escrita durante cuatro años en difíciles circunstancias personales, le valió general reconocimiento de la crítica, Glosa fue la confirmación de la fertilidad de los instrumentos de representación que el argentino había ido construyendo. La anécdota es mínima. Dos amigos, Leto y el Matemático, miembros ambos del grupo de personajes que reaparecen una y otra vez en novelas de Saer, tienen un fortuito encuentro callejero que los hará recorrer juntos 21 cuadras (manzanas). Durante ese paseo, ambos se dedicarán a reconstruir el cumpleaños de un tercero, al que ninguno de los dos ha asistido y del que sólo tienen noticia por fragmentarios relatos ajenos, algunos delirantes. El resultado son 220 páginas sobre los límites de la posibilidad de narrar, repletas de demoradas descripciones, de recuerdos recurrentes, de añadidos, correcciones y desmentidos, que cabalgan sobre una estructura inspirada en El banquete de Platón y que acaban revelándose como una compleja conjetura sobre esa incertidumbre a la que, sostiene Saer, llamamos realidad.

Hombre de vasta cultura, Saer está persuadido, y así lo dijo en Oviedo en 1991, de que nociones como el yo, el sujeto, la memoria, la imaginación, la inteligencia, la experiencia, el espacio o el tiempo son más que dudosas. En sus propias palabras, "tienen un estatuto turbio" y, de todas ellas, la más dudosa es la noción de realidad. Ahora bien, el papel de la ficción no es dirimir si son verdaderas o falsas sino abrazar la contradicción y, en ese acto, construir una "antropología especulativa" -no un entretenimiento- que ayude a comprender mejor en qué pueda consistir eso que llamamos hombre.

Un planteamiento arduo que, claro, alejó casi siempre a Saer del público. Tal vez por eso, sin enojarse, dijo más de una vez: "No sé quién es el público; me parece un chantaje que blanden los estafadores, los que dicen que escriben para el gran público". Y, ya de paso, se asumió con palabra ajena como escritor de culto: "Lacan dijo: yo no hablo para idiotas, en el sentido de legos, porque siempre hay en el auditorio un no idiota. Y ése es el que me va a juzgar".

Juan José Saer

Glosa

RAYO VERDE, 240 PÁGINAS, 19 €

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