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KiM Jong-Un es ahora un estadista ejemplar

KiM Jong-Un es ahora un estadista ejemplar

Llamaremos "integristas sucesivos" a efectos de este artículo a los seres humanos, a menudo con altavoz mediático, que no podrían vivir sin enfrentarse metafóricamente a una encarnación del Mal absoluto. Le ensartan los rasgos de Lucifer a patanes tan improbables como Kim Jong-un. Cuando estos visionarios de la perversidad quedan en ridículo, porque el norcoreano se ha convertido de la noche a la mañana en un estadista ejemplar, no piden humildes excusas. Se suben a su ruleta maniqueísta para cambiar de confesión, pero nunca de convicción.

A los integristas sucesivos les aterroriza el escepticismo, y disfrazan su cobardía de determinación. No son iconoclastas, sufren una decepción cada vez que se les desmorona el Satanás de turno. A cualquier monigote le confieren la cúspide de la maldad. Hace una década, el PNV era ETA para los acólitos de la derecha española, que la emprendía a zurriagazos con los democristianos vascos. Ur Ku-llu es hoy otro estadista ejemplar, la versión transpirenaica del providencial Kim Jong-un. Ha bastado para ello que su concurso fuera esencial en la aprobación de los presupuestos de Rajoy.

Los integristas sucesivos disponen ya de un muñeco nuevo, que se llama Puigdemont. Sin embargo, cualquier olfateador de las trufas que esconde la actualidad percibirá una caída notoria, en la capacidad diabólica del último president de Catalunya. Cargar contra el huido peca de previsible. Se le otorgó una iniquidad a la altura de Kim Jong-un, y ni siquiera disponía de armamento nuclear para la voladura de la Sagrada Familia.

La erudición no es el pecado principal de los integristas sucesivos, pero en ocasiones se adentran en países del subsuelo para localizar a sus víctimas. El húngaro Viktor Orban es uno de sus peleles actuales, pero se guardan de recordar que lo canonizaban cuando se erigía en la voz democrática de los noventa, contra los residuos estalinistas. Las incursiones tras el telón de acero no resultan muy provechosas para los fundamentalistas, que ya sufrieron un revolcón con la reevaluación de Lech Walesa.

Los integristas sucesivos atacan siempre al heterodoxo, véase Steve Jobs. Somos injustos al no valorar a quienes consagraban con la aureola de la santidad a políticos inmaculados, tales que Lula y Aung San Suu Kyi, algo marchitados ahora en sus nuevos papeles de corrupto y de genocida. Denigrar a la vez a sus santidades brasileña y birmana, mientras se reenfocan los aleluyas hacia el líder norcoreano, empuja a una sana esquizofrenia fundamentalista.

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