Hay en Mallorca una relación inacabable de ermitas que cuentan con un pasado esplendoroso e integradas en paisajes singulares. Todas ellas, salvo la de la Santísima Trinidad de Valldemossa, carecen hoy día de ermitaños. Otras muchas se hallan en ruinas parcial o totalmente como las de Sant Onofre de Puigpunyent, Son Amer de Escorca, Sant Joan Baptista de Valldemossa y, desgraciadamente, muchas más.
Las ermitas fueron lugares de paz para visitantes y de oración y trabajo para sus moradores, los ermitaños de la Congregación de Sant Pau i Sant Antoni quienes observan unas normas basadas, en parte, en las pautas monacales de San Benito o San Bruno. Su normativa dietética ha hecho que su cocina sea algo diferente, aunque siempre cercana a la de la gente llana del país y basada mayoritariamente en los productos cosechados en sus tierras.
El hecho que su dieta careciera de carne les impulsó a intercambiar productos de sus huertas por pescado, fresco o salado. Los ermitaños de Betlem -una preciosa atalaya próxima al mar- tenían una pequeña embarcación con la que capturaban el pescado necesario para su subsistencia. Siempre contaron con el cariño del pueblo, que creó leyendas sobre ellos y los incorporó a las Rondaies. Hombres sencillos, fieles guardianes de la lengua del país, de pequeños tesoros artísticos y de múltiples conocimientos relacionados con la naturaleza.