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El ingenuo seductor

Mis problemas con el taxi

Hay que denunciar irregularidades con la misma contundencia con la que denunciamos la mafia de las licencias o el pésimo trato al cliente que ha caracterizado su monopolio durante décadas

Mis problemas con el taxi

Siempre he concebido un taxi como un espacio dramático. Ya lo hizo Jim Jarmusch con Night on Earth, esa película en la que retrataba cinco historias, que sucedían en cinco puntos del planeta, y que se desarrollaban en el interior de un taxi. Entre un taxista y su pasajero puede desarrollarse la comedia, el drama, la tragedia, hay quién dice que hasta porno y, si me apuran, terror.

Hace algo más de una semana los taxistas de toda España se pusieron en huelga. Se quejaban del desmantelamiento del sector y responsabilizaban, directamente, a empresas como Uber o Cabify, empresas de transporte de viajeros a través de una aplicación de smartphone, de la futurible destrucción de miles de puestos de trabajo. Hablaban de competencia desleal, de incumplimiento de las leyes? Es jodido escribir esto pero me costó mucho buscar un ápice de empatía hacia el gremio. No argumento estar en posesión de una verdad absoluta, si es que eso existe; digo que somos consecuencia de nuestra experiencia y que esa, más que ninguna otra razón, cimenta nuestro pensamiento.

Lo que más he sentido en el interior de un taxi ha sido rabia e indignación. Y parece que de eso no se puede hablar porque recae sobre tus espaldas la responsabilidad de miles de familias, como si tu opinión le quitase el pan de la boca a sus hijos. Mi rabia y mi indignación no son responsabilidades; son consecuencias de una mala actitud que debería ser la primera a erradicar antes de señalar la paja en el ojo ajeno.

Recuerdo aquella ocasión en la que tomé un taxi en el aeropuerto de Son Sant Joan y le indiqué mi destino: plaza Teniente Coronel Franco (ahora Miquel Dolç). El taxista se pasó todo el trayecto jurando en arameo, lamentando, en voz alta y visible malestar, su mala suerte por tener unos pasajeros con una carrera tan corta. Nunca más he vuelto a coger un taxi para llegar a mi casa. Aunque vaya cargado como una mula y tan siquiera sienta mis pies.

Tampoco olvidaré el día que murió mi padre y tuve que trasladarme, con urgencia y dolor, de Palma a Madrid. La casa de nuestra infancia albergaba el horrible pecado de estar próxima al aeropuerto de Barajas. La carrera también era corta para el taxista, que puede que llevase horas esperando cargar un pasajero rentable pero no, le toqué yo. Si el taxi es un servicio público, lo es en todas las circunstancias. Tras quejarse durante largos minutos, el taxista tuvo la osadía de recriminarme que tenía que haberle avisado de que viajaba a un destino tan próximo antes de subirme en el vehículo. Se pueden imaginar cómo reaccioné, ese día y con la carga emocional que llevaba, ante semejante desfachatez. El taxista no volvió a abrir la boca en todo el trayecto. Ni siquiera abandonó el coche para sacar mi equipaje de su maletero.

Creo que fue la actriz Pilar Bardem quien comentó en una ocasión que un taxista al que le indicó la dirección a la que se dirigía le contestó: "No podemos llegar hasta ahí porque está todo cortado por la manifestación de los maricones". Pilar le pidió al taxista que parase el taxi, le abonó la bajada de bandera y se apeó. La política Marisa Castro me contó hace un mes cómo le solicitó a un taxista que la llevase a la plaza Pedro Zerolo de Madrid. El conductor apuntó, con cierta arrogancia, que esa plaza se llamaba Vázquez de Mella. Marisa le contestó que hacía más de un año que el ayuntamiento había cambiado el nombre de la plaza y que si su puntualización respondía a unos argumentos homófobos, hiciese el favor de detener el coche para que pudiera bajarse.

He subido en taxis que, como prolongaciones de la propia personalidad de su conductor, apestaban a comida o tabaco, donde me obligaban a escuchar un partido a un volumen atronador, donde se comentaba las noticias en voz alta, sin la prudencia lógica de evitar el enfrentamiento con alguien de quien se desconoce todo, donde siempre he tenido la sensación de que siempre iban a timarme unos euros. Y ahora nos reclaman que seamos solidarios. Y lo somos si hay que denunciar irregularidades, un neoliberalismo económico salvaje que hace imposible la convivencia entre derechos y rentabilidad, a empresas que no tributan en España (ese no es el caso de Cabify, que tiene flota propia y conductores en nómina al tratarse de una empresa con sede fiscal en nuestro país), a quienes se mantienen al margen de las legislaciones laborales de cada país, quienes tienen una flota de conductores mal pagados, sin derechos. Pero con la misma contundencia con la que denunciamos la mafia de las licencias en el gremio del taxi, por poner un ejemplo, o el pésimo trato al cliente que ha caracterizado su monopolio durante décadas.

Lo que ha empujado a muchos usuarios a abandonar el taxi y aficionarse a Uber o Cabify no son los precios. Es el trato. Ahí es donde su oficio tiene que adaptarse a los nuevos tiempos y no desatender las razones de sus usuarios porque será en ese momento, cuando a sus clientes no les importe nada de lo que les suceda, cuando habrán perdido verdaderamente la batalla.

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